HISTORIAS DEL REINO
Semana Santa: una reflexión
Llovió. Como el año pasado. Y, con el agua, se fueron parte de las ilusiones, esperanzas y sacrificios de miles de cofrades que volvieron sus ojos al cielo para rezar pero, también, para rogar una tregua meteorológica que no llegó salvo a ratos. Junto a la tristeza de los adultos otra resulta más dolorosa si cabe: la de los niños que soñaban con vestirse por primera vez de papones. Nerviosos, ellos también miraban hacia las nubes por la mañana, tentaban la mala suerte endémica de los últimos años vistiéndose porque, si se vestían de papones, seguro que el sol volvería a alumbrar para permitirles cumplir con su esperanza de caminar detrás de uno de los pasos de su Cofradía, fuera ésta cual fuese.
Pero no. El gris predominó sobre el azul, las lágrimas desde lo alto empaparon la tierra, el asfalto, las túnicas, los corazones, golpearon las flores, se deslizaron por los rostros y acabaron arrastrando el trabajo de doce meses, deshaciéndolo en un río de nada. De poco sirve que, en ocasiones, despuntara el calor del sol, hiriendo los ojos, o que fuera benevolente con alguna procesión si, para la mayoría, esta Semana Santa, triste como ninguna, sólo pudo vivirse desde el interior de los templos de piedra o desde los corazones.
El Jueves Santo, día en que los cristianos conmemoramos la Última Cena del Señor con sus Apóstoles, las misas, abarrotadas de creyentes, alzaban como una sola voz sus miedos y temores para convertirlos en oración y portar ésta hasta los pies del Salvador, presentándolas en humilde súplica, esperanzada, que busca también un rayo de luz entre los nubarrones de crisis y desmoronamiento total en los que vivimos. En San Isidoro, esa tarde, no cabía un alma más. No había donde sentarse. Niños, viejos, hombres, mujeres, leoneses y foráneos. Hermanos todos por una hora en la que ese relicario de paz con mil años a sus espaldas nos protegió a todos en un día tan simbólico para quienes intentan, con mayor o menor fortuna, convertirse en templo del Señor, transformar sus almas para que brillen con la fuerza divina que reside en cada uno y que, a menudo, olvidamos que poseemos, derrotados por la oscuridad y el miedo.
Tal vez estas dos últimas Semanas Santas hayan servido para que miremos más hacia dentro de cada uno de nosotros, ya que el inmisericorde tiempo no ha concedido esa paz que rogábamos para procesionar, la misma que hubiera permitido levantar un poco de cabeza al turismo, a la hostelería, alegrar a los pequeños, recompensar a los mayores por su trabajo abnegado de meses de preparación. Nubes y claros, oscuridad y luz, esperanza y desesperanza. Juntas, mezcladas, revueltas incluso. Ilusión y tristeza. Ese podría ser el resumen de estos días de Pasión.