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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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Mi amigo Rafa Casas es profesor del colegio de la Asunción de Ponferrada, y me ha pedido un texto para la revista del centro. La memoria me llevó, como en un rapto, a un tiempo tan remoto que ya pasaron cuarenta años.

De cuando aquellas monjas llegaron a Flores del Sil. Barrio obrero entonces, y también rural. Donde había un gran hombre de izquierdas, y curiosamente concejal del ayuntamiento franquista, don Francisco Mayo. Que era médico y valiente y que trataba de hacer algo por la barriada, entonces muy desatendida.

El doctor Mayo había entrado en la corporación por el tercio de los cabezas de familia, único acceso que el régimen franquista dejaba para quienes no eran de la Falange o de los estamentos corporativos. Y allí el médico hacía cuanto podía.

Un día me recibió en su casa de Flores, hablamos de reivindicaciones, de justicia, de luz y de una ciudad más igualitaria, algo quimérico entonces. Cuando el poco dinero que había se gastaba en las zonas céntricas. Y ni eso.

Flores era un reino confuso; los que vivíamos en el resto de la ciudad apenas lo conocíamos. Flores eran calles sin asfaltar, barrizales y caseríos dispersos con La Placa al fondo. La Placa era el mundo más allá del otro mundo.

Pero ese barrio, claro, también era Ponferrada, digna y legítimamente. Era la ciudad brava que desciende hacia Galicia y hacia el río.

La labor era mucha y además de Francisco Mayo, y de un cura obrero que llamaba Jesús Rubio y de otras gentes, vinieron allí las monjas asuncionistas. Se instalaron como quien lo hace en un arrabal de Managua.

Pero mucho ojo porque Flores era un lugar solidario, valiente y luchador. El barrio bandera de la Ponferrada de Franco Final. El que plantaba cara, lo hizo muchas veces. Animado por el doctor Mayo, por el cura Rubio y por las asuncionistas.

Flores del Sil era el Mieres de León; el único lugar de la provincia donde la gente salía a la calle a protestar contra el régimen. Flores se manifestaba, pedía, clamaba contra aquella ignominia de la presa de La Martina. En la que habían muerto varios niños ahogados.

El colegio de las Asuncionistas era el lugar donde nos dejaban imprimir, a ciclostil la revista Espuela que dirigía José Álvarez de Paz. Allí lo hacíamos en la noche, clandestinamente, como conjurados del Sil y del Boeza, bajo el manto protector de la madre superiora.

Todo eso existió, ahora el presente es más feliz. Pero el colegio de las asuncionistas sigue con su apoyo a la edición de revistas artesanales e imprescindibles. Páginas humildes donde se fundan vocaciones para toda la vida. Porque el que quiere escribir, el que empieza a hacerlo en esas revistas colegiales, ese ya no tiene remedio. Por fortuna.