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Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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España fue uno de los escasos países occidentales en que una concepción potente del estado de bienestar consiguió sobrevivir al triunfo de las ideas neoliberales que representó el ascenso de Reagan y Thatcher en la década de los setenta del pasado siglo, y que se impuso en el Viejo Continente tras el desastroso experimento protagonizado por Mitterrand y su primer gobierno Mauroy, que terminó de desacreditar el último intento de mantener viva la decadente socialdemocracia que había vivido sus 30 años de gloria tras la Segunda Guerra Mundial

El socialismo que aquí tomó impetuosamente el poder en 1982 tuvo la habilidad de adaptarse a los nuevos tiempos económicos —Boyer, Solchaga— y aceptar las políticas desregulatorias y liberalizadoras que nos permitieron ingresar en el Mercado Común en los 80 con la contrapartida de perfeccionar y preservar el estado de bienestar. Con González se alcanzó la plena universalidad de la sanidad pública, y se consagró el axioma de que había que preservar a toda costa unos grandes servicios públicos gratuitos como garantía de la igualdad de oportunidades en el origen y, por ende, de la cohesión social. El criterio de no traspasar aquellas líneas rojas en el devenir democrático fue respetado sin objeciones por el PP de Aznar, quien mantuvo íntegramente el papel del Estado en tales materias, adaptando como es lógico los ingresos fiscales a los gastos presupuestarios.

La ulterior etapa socialista, con Zapatero al frente, vivió el tramo final de la bonanza y el estallido de la crisis, por lo que tuvo que pasar desde la entronización del cuarto pilar del estado de bienestar —la dependencia— al comienzo de los recortes tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, que en realidad fue la desaparición súbita de la mayor parte de una actividad, la construcción, que había llegado a representar en España más del 14% del PIB. Como si de un cataclismo telúrico se tratara, la economía perdió de golpe más del 10% de su aparato productivo. Y Rajoy, llamado el 20-N por el electorado para enderezar el rumbo, apremiado por la UE germanizada, está podando sin contemplaciones el sistema de previsión social para regresar al equilibrio. Las líneas rojas se han desvanecido. Tras el tropiezo, hay que recuperar el equilibrio. Pero no tendría sentido que, cuando supere este país su postración, tuviera que renunciar a regresar a los niveles de desarrollo y bienestar anteriores a la crisis.

El ladrillo tendrá que ser sustituido por otras actividades de mayor valor añadido pero la potencia física, intelectual y financiera de este país es íntegramente recuperable. Y los grandes partidos deben empezar a dibujar sus propuestas para que la atribulada ciudadanía, que a veces piensa que no será posible salir del pozo, recupere la esperanza de volver a disfrutar de su propia autoestima, de sentirse de nuevo parte de un gran proyecto de país.