CUARTO CRECIENTE
Carnicer en Nueva York
La calefacción no le dejaba dormir. La ciudad anochecía cubierta de nieve y de basura, y la alfombra de su habitación, en la segunda planta del hotel Roskoff, desprendía una pelusa multicolor cada vez que la pisaba.
En la recepción le dijeron que era un efecto del calor y de la carga eléctrica del cuarto. Pero cuando se vistió el pijama y se acostó, las sábanas crepitaron como si le estuvieran disparando con una ametralladora. «Así es imposible dormir», pensó. Y se levantó.
Afuera nevaba. La temperatura había bajado a los diez grados bajo cero y los desperdicios seguían sin recoger por la huelga de basureros. «Aquí dentro ya se habrían descompuesto», aventuró, imaginándose el hedor. Y le entraron ganas de abrir la ventana del baño, a pesar de que en una ciudad con los niveles de vida y de muerte tan altos, alguien podía entrar en el cuarto y asestarle tres puñaladas o dispararle cuatro tiros, o estrangularle con la cortina de la ducha, o…
«¡Basta!», zanjó. Se quitó el pijama eléctrico, se abrigó y bajó de nuevo a la recepción del hotel —un edifico de quince plantas con los ladrillos de la fachada ennegrecidos por el humo— para pedir un taxi o caminar por la acera de Central Park sin entrar en el parque, que en invierno era el lugar más sombrío del mundo. Pero en el vestíbulo del Roskoff, se encontró con una docena de aprendices de rabino, con el cogote pelado, dos tirabuzones bajo el sombrero y una levita negra, bailando en fila india como si estuvieran en medio de un aquelarre.
«Debo estar sufriendo un break-down » se dijo. Entonces salió a la Calle 72, descubrió que los rascacielos brillaban con una rara tristeza, tropezó con un borracho tirado en el suelo y se detuvo junto a un escaparte donde una mujer de curvas escandalosas servía bebidas a los clientes en falda corta y sostén. En ese momento, un compatriota se dio de bruces con él. «Te conozco», le dijo a Lorca, apartando la vista del escaparate. «Te conozco también», le dijo el poeta a Carnicer. Y mientras les salían hierbas de la boca, a la aurora de Nueva York le crecían cuatro columnas de cieno y un huracán de negras palomas barría el amanecer.