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ANTONIO PAPELL
León

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LLa toma de posesión de Romay Beccaría como presidente del Consejo de Estado permitió al presidente Rajoy deslizar una reflexión en voz alta sobre la necesidad de «repensar» el Estado. En el corto plazo, la perentoriedad de la recesión obliga a una serie de medidas de urgencia que permitan conseguir cuanto antes recuperar los equilibrios perdidos pero a más largo plazo sería muy razonable aprovechar la coyuntura, que ha puesto al desnudo el despilfarro absurdo de los últimos años, para avanzar hacia un modelo de organización sostenible, basado en los grandes consensos fundacionales y modernizado también mediante un acuerdo lo más amplio posible.

Es evidente que, en lo fundamental, el Estado de las Autonomías fue el gran acierto de la tarea constituyente. Hoy, las comunidades han sido ya positivamente interiorizadas por la inmensa mayoría y generan adhesión social, aunque también son objeto de justificadas críticas por sus disfunciones. No han de tener futuro por tanto ni las propuestas de involución ni las «devoluciones» de competencias sugeridas por algunos.

Lo conveniente sería, en efecto, reconsiderar con visión generalista y generosa el sistema en su conjunto para —como dijo Rajoy— «buscar una mayor eficacia en las instituciones administrativas, a todos los niveles: arbitrar fórmulas más eficientes de coordinación y reparto de competencias, de eliminación de duplicidades innecesarias, de solapamientos indeseables, con supresión incluso de entidades y organismos que no resistan una prueba objetiva de utilidad o cuyo coste resulte desproporcionado para los ciudadanos».

Una de las cuestiones que habrá que resolver es la eficiencia de las corporaciones locales, cuyo mapa de más de 8.000 municipios es inmanejable. Hay dos soluciones posibles: o la concentración de municipios, que genera importantes rechazos en algunos casos, o el fortalecimiento de las diputaciones, que se ocuparían de la gestión de los ayuntamientos más pequeños, o una combinación de ambas. En cualquier caso, habría que diferenciar la dirección política de los municipios, que debería ser honorífica y no retribuida, de la gestión, que habría de profesionalizarse.

A fin de cuentas, no se trata de promover grandes y espectaculares cambios sino de mejorar y racionalizar lo que ya existe, liberándolo de adherencias y parasitaciones y haciendo del Estado una maquinaria más eficaz y funcional, sostenible y bien dispuesta para rendir servicio a toda la sociedad.

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