TRIBUNA
Ayuntamientos, ¿quién pone el cascabel al gato?
La crisis que padecemos ha vuelto a poner sobre la mesa suprimir buena parte de los ayuntamientos existentes, de manera que sólo los núcleos de población que lleguen a determinado número de habitantes —ya solos, ya unidos con otros— puedan tener ayuntamiento. El Gobierno está pensando seriamente en ello.
Hace años que no me pronuncio públicamente sobre temas políticos. Pero como éste lo es, y de envergadura, quiero dejar constancia de algunas cuestiones que pueden evitar que se vuelva a tropezar en la misma piedra. Lo que voy a decir no es políticamente correcto, pero pese a ello debe decirse.
Pongamos el ejemplo de Castilla y León, pero vale cualquier comunidad autónoma o casi. Con más de 2.200 ayuntamientos, en su mayor parte endeudados o muy endeudados, la población envejecida y la obsesión —debida a razones puramente electorales— de asumir servicios u ofrecer prestaciones que de suyo no les corresponden, llevan a la convicción de que no es posible sostener tal número de corporaciones locales dado el gasto que ello supone y más en estas circunstancias. Se impone, pues, la supresión por norma legal, con la inevitable consecuencia de la agrupación de los antiguos ayuntamientos en otros de mayores dimensiones.
Sobre el papel, la cosa es relativamente fácil de llevar a cabo. Pero pinta de muy distinta manera cuando hay que llevarla a la práctica y hacer que los vecinos de los ayuntamientos a suprimir lo acepten. De ahí el título de esta tribuna: ¿quién le pone el cascabel al gato?
Porque el problema es que hay que ganar las elecciones. Normalmente la oposición se opone porque no es ella quien lo decide, sin tener en cuenta si la medida es buena o mala: oponiéndose, no se quema. Y como ganar elecciones es empresa difícil y costosa en todos sus aspectos, los gobernantes se ponen a temblar cuando se llega al terreno de los hechos, porque las consecuencias son predecibles: la gente tiene apego a su ayuntamiento, está acostumbrada a él, ha vivido siempre así, no es —en la inmensa mayoría de votantes— responsable de la deuda municipal, ni de la mala gestión y simplemente no acepta que le supriman el ayuntamiento a golpe de BOE, de un plumazo.
Antes hablé de experiencias del pasado, que las hay porque ya está todo inventado. En 1835 se dejaron subsistentes los ayuntamientos aún cuando la población no llegase a 100 vecinos. Lo mismo ocurrió con la ley de 1840 y con la de 1877: para ésta, los ayuntamientos debían tener al menos 2.000 vecinos, pero se dejaron subsistentes los que en aquel tiempo no alcanzasen tal cifra. Conclusión: supresión sí, pero sin tocar los que ya estaban constituidos en las épocas citadas. ¿Motivo?: miedo a revueltas y a perder las elecciones.
Y si en aquella democracia del XIX, con sufragio censitario, restringido y caciquil, no se pudo llevar adelante la supresión de municipios y su consiguiente agrupación, es difícil que ahora pueda hacerse sin riesgo cierto de perder las elecciones por parte de quienes detentan el gobierno municipal o autonómico. No es de extrañar que, en esta comunidad autónoma, voces muy cualificadas del PP se hayan pronunciado en contra de la medida. Porque una cosa es hacer política de diseño desde los salones de un ministerio y otra muy distinta es el día a día de la política a pie de calle y la necesidad de ganar las elecciones cada 4 años. Hay ministros —y también otros cargos— que nunca han pisado otra cosa que alfombras y no son capaces de entender esto porque nunca se han manchado de barro los zapatos; a lo más dicen que eso es cosa del partido —da igual este, aquél o el de más allá— que es el que tiene que sacarles las castañas del fuego. Cuando a veces ni siquiera pertenecen a él, ni saben qué es un partido político, ni qué hace, ni para qué sirve. Pero se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena.
Aún es aventurado predecir el desenlace de todo esto, pero apoyándonos en la experiencia histórica, es previsible una rebaja sustancial en los objetivos supresorios pretendidos, y aún la total marcha atrás en la intención. Pero, por otra parte, la crisis que padecemos no permite las florituras de antaño. Y cuando no se tiene para vivir con desahogo, hay que vivir con lo que se tiene. Cualquier ama de casa sabe que gastar de más es la ruina de una familia: los políticos debieran no sólo haberlo aprendido, sino practicado desde el principio de la democracia. No lo han hecho y así estamos.
Y otra cosa más, para terminar. El actual Estado de las Autonomías es un modelo que no está pensado para afrontar una crisis económica de estas dimensiones. Los que gobiernan las distintas comunidades están preocupados, y con toda razón. No me toca a mí decir si hay que reajustar el modelo o cambiarlo. Pero no querer ver que así no se puede seguir, es suicida. Esto tampoco es políticamente correcto, pero es la verdad. A quien no quiera verla, se la acabarán recordando sus votantes. Amargamente.