Diario de León
Publicado por
Rubén García Peláez. Profesor del Centro de Estudios Teológicos de León
León

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La Unión Europea está viviendo el que es, sin duda, uno de los momentos de mayor turbulencia dentro de su reciente historia. La crisis económica amenaza con llevarse por delante el consenso en torno a una moneda común, y las desavenencias entre estados sobre cómo deberían ser afrontados los problemas, tremendamente cambiantes, no parecen tener fin.

Cada mañana nos desayunamos con nuevas e inciertas cifras macroeconómicas, hoy un poco más negras que ayer, con declaraciones apocalípticas de economistas, con noticias de países al borde del rescate y posibles salidas del euro. Datos y más datos que han terminado haciendo del ciudadano de a pie todo un experto en el complejo argot económico.

Por otro lado, en lo político, si es que cabe ya hacer alguna distinción entre planos, aparecen en muchos países de tradición democrática, movimientos radicales y populistas que se nutren del descontento general y pescan adeptos en el río revuelto, muy revuelto, de la situación actual. Hacen bandera del casi total descredito de la llamada «casta política» y del rechazo al diferente, al que no es de los nuestros, al que nos hace ser más pobres en nuestra propia patria… Se trata de una bomba subterránea y mortífera que los europeos ya vimos estallar trágicamente en el pasado siglo XX.

Bajan muy turbias, sí, las aguas del río europeo, para confusión de muchos y provecho de algunos. Y, quizá lo peor de todo, es que la urgencia de la actualidad nos constriñe de tal modo que no nos deja ni tiempo para pensar en aquello que podría necesitar más reflexión. Ante el desplome de mercados, la deuda de los estados y los pulsos entre el intervencionismo europeo y el derecho de los pueblos a su soberanía, también económica, parece que pensar sobre el sentido mismo de Europa sea una distracción baladí de filósofos y ociosos.

Craso error. La crisis actual tiene unas raíces infinitamente más hondas de lo que podría parecer, pensar que se trata sólo de cifras, datos, políticas de ajuste vs crecimiento, es pasar por alto lo esencial. La fiebre europea, como la de un cuerpo, no es la enfermedad, sino su síntoma: hay infección, y no viene de ahora.

Cuando hace ya unos años, desde numerosos sectores, no sólo confesionales, se reivindicó que, en justicia, en la futura Constitución Europea se recogiera una referencia a las raíces cristianas de Europa, no se trataba de un discurso nostálgico, apologético o integrista. Así fue interpretado por bastantes políticos y pensadores actuales, que despacharon la reivindicación argumentando que un discurso así no tenía ya lugar en una sociedad europea plurireligiosa y multicultural.

Pero se trataba, realmente, de volver a poner a la vista el genuino proyecto europeo que, cuando salió de la genial intuición de los católicos Adenauer, De Gasperi y Schuman, era mucho más que la «Europa de los mercaderes» a la que tristemente ha quedado reducida hoy.

Ellos pensaban en una unión social, cultural, ética, de pueblos libres con valores compartidos, que pudiera ser un foco ante la humanidad, bastión de una concepción de la democracia y de la dignidad inalienable de la persona, inspirados en el mejor humanismo cristiano.

Nadie busca ya un confesionalismo que carecería de sentido en una sociedad ricamente plural, pero tampoco podemos conformarnos con la oferta de un laicismo analfabeto que desconoce la riqueza de su propia historia y, desconociéndola, la odia. ¿Puede un pueblo que se odia a sí mismo, que reniega de su riquísima tradición cultural y ética ser faro de nada en el mundo como buscaron aquellos geniales fundadores?

Se ha ido extendiendo, como las células cancerosas, un multiculturalismo absurdo, podríamos denominarlo mejor como «suicida», que bajo el pretexto de una absoluta tolerancia a la pluralidad, es realmente un intento de acomplejada renuncia y huida de la afirmación de una genuina identidad europea. Son miles los ejemplos que podríamos aportar, pero puede bastar uno muy simple: ¿alguien enseña a los niños y jóvenes de Europa que para diseñar su bandera, con doce estrellas, el católico Arséne Heitz se inspiró en la corona de la Inmaculada de una vidriera de la catedral de Estrasburgo?

Apelar a las raíces cristianas de Europa no es una cuestión de nostalgia, ha de servir para, en el presente, preguntarnos honestamente por los fines que la hicieron surgir con grandeza y si este proyecto común de unión de pueblos se dirige hacia algún sitio. O la unidad se realiza alrededor de valores, de ideales, de proyectos compartidos, o continuaremos sufriendo la actual tiranía de los mercados sobre unos pueblos cada día más inermes ante ellos por falta de un espíritu que les fortalezca.

No sé si en el presente sombrío es la reflexión más urgente, pero estoy convencido de que es la más necesaria. O, mejor aún, quizá sea la más necesaria y, por ello, la más urgente.

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