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Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Una esquela nos recordó el pasado sábado los diez años de la muerte de Eloy Terrón (1919-2002), el filósofo de Fabero que todos los diciembres me enviaba su recado navideño de afecto. Hasta que la enfermedad lo instaló en la niebla. Lo había conocido en la mítica Casa Valerio de Lillo del Bierzo, un verano inaugural de los ochenta, con Narciso Gabela, los dos huérfanos fraternales de la guerrilla. Ya entonces, era otra vez profesor universitario y Narciso se había jubilado en Valladolid, después de un largo presidio en Burgos. Revolvimos la memoria y luego Narciso nos llevó a visitar el castro de Chano y su casa en Trascastro, donde una hermana conservaba intacta la consulta de Lodario. Eloy ya andaba torpe con el parkinson.

Había nacido en Fabero y tuvo su formación profesional de adolescente en la mina. Se incorporó con la guerra a Asturias y después a la partida de su hermano César, pero tuvo que abandonar el monte por la tos delatora de una bronquitis mal curada. Sus anotaciones al mapa de los guerrilleros le costaron un año de cárcel en La Virgen del Camino, donde hacía la mili. Pasó los cuarenta en León, acogido en la tertulia del cura Lama, donde hizo el bachiller y se fue examinando por libre de la carrera de Letras, primero en Oviedo y después en Murcia. Su tesis sobre el legado de los primeros krausistas, alimentada de lecturas y pesquisas en la biblioteca Azcárate, la presentó tarde, a finales de los cincuenta, porque la vida académica de Eloy arrastró siempre los plomos de una infancia minera, de una adolescencia vencida y de una juventud presa.

Pero nadie podrá decir que obtuvo algún rédito de aquel capital biográfico. Ya en Madrid, dio clases en un colegio, hospedó a Jorge Semprún, que le ayudaba en las traducciones, y se incorporó a la universidad como ayudante de Montero Díaz entre 1954 y 1958. Durante los siete años siguientes fue adjunto de Aranguren, hasta que dejó la universidad en 1965, solidario con la expulsión de su catedrático, quien ni siquiera lo menciona en sus memorias. Siempre interino, combinando las clases con la traducción de prospectos para laboratorios químicos, donde le dio empleo su amigo Faustino Cordón.

Con la democracia, tardó dos años más que el resto en volver al claustro. Otra vez como interino. El catedrático Martín Serrano lo utilizó como torpe mecanógrafo de sus textos. Había sido decano del Colegio de Doctores y Licenciados y presidente del Club de Amigos de la Unesco en tiempos de riesgo poco propicios para ese tipo de aventuras. Luego recibió, a efectos casi póstumos, la Cruz de Alfonso X el Sabio. Pero apenas cotizaba ya en el mercadillo de la cultura portátil. En su última lucidez dispuso que sus cenizas fueran aventadas en Fabero.