EL RINCÓN
Fumilandia
Estamos pasando tal crisis de fatalismo y falta de numerario —cash, según dice el moderneo—, que el estamento oficial se afana en buscar paganos que palien de alguna manera tamaño desbarajuste. Así las cosas, y con el Estado convertido en sargento matón que sacude al desmandado, se ha diseñado una metodología de desprestigio dedicada a la clase fumadora, a quien se aplica por decreto un trato arriero e inhumano. Eso si hablamos de derechos públicos, pues a la hora de pagar el vicio la subida de precios de tan nefando producto ya se acerca a la cotización de las plumas de pavo real, debido a unos impuestos que te hacen exclamar cada vez que pasas por caja aquello de «¡maldita sea su estampa!». Pertenezco por decisión propia y consciente a esta pandilla que no tiene redención posible, abocados como estamos los nicotínicos a todo tipo de infortunios físicos y morales. De momento, y hasta que me arrastren al coche escoba, cuando alguien me reprocha la dependencia del tabaco y su hechicero humo para consumo de dioses, me limito a tomar la palabra al gran Johnny Deep para responder: «Es lo que mejor sé hacer».
Por todo ello, estoy en mi salsa en el Palacio del Fumeque o Fumilandia que mi amigo Agustín Flórez y sus chicos, tanto monta, acaban de inaugurar sobre el entrañable estanco de la avenida de Roma. León es un mundo pequeño y cerrado, por lo que los lectores recordarán aquel agujerito dedicado a expendeduría, tal como se decía antaño, en el que un par de clientes formábamos multitud. Nada que ver con la nueva estampa de un establecimiento de alto standing que ya forma parte principal en el paisaje urbano de mi barrio. Bien sabe el diablo que soy hombre cumplido, así que nada mejor que homenajear al recién llegado con una poética declaración de principios: «Cuando después de la muerte/ me lleven al cementerio /quedará de mi memoria/ una colilla en el suelo». Pues eso.