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Publicado por
miguel paz cabanas
León

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Honestidad es una de esas palabras que se asociaban antiguamente a la gente de bien, o si se prefiere a la gente sencilla, como los campesinos o los labradores, o a quienes, desde una ocupación modesta, prestaban algún servicio de índole pública. Por motivos que ignoro, con el paso del tiempo se convirtió en una virtud que los políticos enarbolaban en sus discursos, transformándola en una cualidad inherente a su cargo, pero que acabó por ser una condición más bien escasa, utilizada no tanto para presumir de ella, como para desacreditar y repudiar a los rivales: ya saben, a rebufo de sus habituales cruces de acusaciones (síntoma de un sectarismo irreversible… no como el euro, que ya veremos en qué acaba), donde la honestidad de los demás siempre se ponía en solfa.

Lo cierto es que la honestidad, si no viene acompañada de la responsabilidad moral, de bien poco sirve como modelo de conducta. Quiero decir que muchos se piensan que con ser sinceros y pedir disculpas al injuriado es suficiente, cuando la realidad nos demuestra que esa actitud, vamos a decir que bienintencionada, es insuficiente. Que los responsables de Novagalicia, por poner un ejemplo, se lamenten de los asesoramientos filibusteros que han venido practicando con sus clientes, puede resultar estimulante, pero se quedará en agua de borrajas si, más pronto que tarde, no devuelven el dinero que han estafado, o se pasan una temporada a la sombra para purgar sus desmanes. La honestidad, para entendernos, no es algo que se pueda dosificar o graduar, pues solo admite una aplicación moral de carácter absoluto. Se es honesto o no se es, y serlo implica asumir (y pagar) las consecuencias de los propios actos (en especial si son vergonzosos y lesivos).

Mientras en este país la impunidad sea una norma de convivencia consolidada entre quienes tienen la sarten por el mango, a los hombres honrados no les quedará otra que frotarse los ojos, escupir al suelo y maldecir su suerte. O echarse al monte, como hemos venido haciendo desde tiempo inmemorial, pues ya se sabe que el español es persona paciente y resignada, incluso olvidadiza, pero eso sí, hasta que le hinchan las pelotas y saca la faca para degollar, si es preciso, al mismísimo Napoleón.

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