Diario de León
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antonio papell
León

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Cada vez es más evidente que la gravísima crisis económica que padecemos es la consecuencia de una acumulación de errores. Pero conviene, por pura profilaxis, indagar en la paternidad de la gran depresión. Primeramente, es claro que el crash del sistema financiero se debió a la avaricia de las elites económicas, en un marco neoliberal global de excesiva desregulación. La superestructura financiera internacional fue víctima de una especie de estafa piramidal.

En segundo lugar, la comunidad internacional no atinó a abordar la crisis en cuanto estalló. La reunión del G-20 en Washington en noviembre de 2008 (el 15 de septiembre había quebrado Lehman Brothers) recomendó «usar medidas fiscales para estimular de forma rápida la demanda interna» —medidas keynesianas clásicas—, propuesta que se reiteró en las dos reuniones del G-20 en 2009 (Londres y Pittsbourg), y sólo en la de Toronto, en junio de 2010, se apostó por dar preferencia a la estabilización de las economías. Como es conocido, el anterior gobierno español obedeció las consignas: aplicó primero carísimas medidas keynesianas —el Plan E— y desde mayo de 2010, se lanzó a un severísimo ajuste.

En tercer lugar, y en el caso español, hubo dolosa miopía en la última década al no poner coto los sucesivos gobiernos —Rato y Solbes— a la burbuja inmobiliaria, que fue abonada incluso mediante una imprudente política fiscal que estimulaba la demanda. Las advertencias que se nos hicieron desde países que ya habían padecido el estallido de la burbuja y el consiguiente y doloroso proceso deflacionario no sirvieron de nada: aquí se mantuvo imperturbablemente la tesis de que la insoportable espiral de precios podría reconducirse hacia un aterrizaje suave.

En cuarto lugar, aquella euforia inmobiliaria impidió también ver los riesgos que se estaban acumulando en el sistema bancario español.

Como acaba de recordar el nuevo gobernador del Banco de España, Luis Linde, es hoy incomprensible que no se prestara atención alguna al recalentamiento del crédito, que experimentó crecimientos del 23% entre 2004 y 2007. España, por supuesto, no hubiera podido evitar el crash financiero que produjo la primera recesión de la globalización, pero sí hubiese estado en condiciones de minimizar daños si no hubiéramos tenido la burbuja inmobiliaria, que estalló irreversiblemente por aquella causa. Igualmente, puede hoy afirmarse que nuestros problemas actuales no provienen del gasto que realizó el anterior gobierno en medidas keynesianas de reactivación que resultaron inútiles (menos del 5% del PIB) sino de la destrucción casi completa del principal sector productivo, la construcción. Todas estas evidencias son útiles para fundamentar mejor las decisiones de futuro

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