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PAPELL
León

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El presidente del Gobierno, en sus últimas intervenciones parlamentarias, ha mantenido un discurso evasivo para justificar el gran ajuste anunciado el pasado día 11. Es inaceptable. Un presidente del Gobierno, un político con suficiente capacidad de liderazgo para situarse al frente del Ejecutivo, no puede ofrecer a su ciudadanía un «mal» como objetivo ni una conminación insuperable del exterior para justificar la adopción de medidas impopulares. La caricatura de una avarienta señora Merkel obligando a España a empobrecerse látigo en mano es, además de antipedagógica, profundamente injusta e irreal. Antes al contrario, la integración europea y la moneda única siguen representando para nosotros la modernidad, el desarrollo, la civilización refinada con la que este país no pudo soñar ni en el siglo XIX ni en la mayor parte del XX. En consecuencia, la encrucijada actual no puede describirse como una especie de inexorable y gratuita condena sino como una vía hacia la emancipación que ha de obligarnos a rectificar errores, a corregir fallos y a emprender, al fin, el camino correcto hacia el futuro.

En discurso presidencial, en suma, debería secuenciarse así: reconocimiento de antiguos errores (pasividad ante la burbuja inmobiliaria y financiera, insensibilidad ante un modelo de desarrollo poco productivo basado en el ladrillo y la demanda interna), rectificación del rumbo (ajuste duro efectuado con sensibilidad, definición de un nuevo modelo de crecimiento basado en la formación y en el I+D+i) y, en el desenlace, entrada en la fase de crecimiento y de generación de empleo.

De momento, el enunciado presidencial se limita a expresar la inexorabilidad del ajuste. Ha escrito Vidal-Folch que la doctrina Rajoy consta de cuatro elementos: carencia de criterio (quien marca el camino es Bruselas), manifestación de disgusto (hay que hacer lo que no se desea hacer), reconocimiento de impotencia (no se puede optar por otro camino) y fe utilitaria (confiemos en que dé resultado). Sin ver que la sociedad reclama explicaciones mucho más pormenorizadas y, sobre todo, exige que se le señale este horizonte pletórico en el que los sacrificios darán su fruto. Ya se sabe que hay que evitar el optimismo antropológico irreflexivo que se atribuyó a Zapatero pero el líder, el máximo responsable de la política de un país, no puede ampararse en la duda metódica ni en la prudencia pusilánime para no dar esperanzas ni prometer un futuro al que toda sociedad democrática tiene derecho.

Europa no puede ser el pretexto para justificar las dolorosas políticas de consolidación fiscal, la reducción de tamaño del sector público o la inexorable subida de la presión fiscal. Antes al contrario, Europa es la razón por la que nos conviene rectificar el rumbo errático de la última década. No podemos consentir que de nuevo haya que dar la razón a quienes, con Alejandro Dumas padre, pensaban que África empieza en los Pirineos.