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León

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De repente, lo vi. Allí estaba, entre las novedades de la librería: el último libro de Andrew Roberts, una historia de la II Guerra Mundial, etapa sobre la que llevo un tiempo centrando mis lecturas. Ochocientas páginas más que un ensayo son ya una división acorazada. Costaba como dos y medio de los normales, vamos a expresarlo así, con flema británica, pues contabilizarlo con yemas —aunque más español— resulta más brusco. «Me lo compro», me dije. Había leído su estudio comparativo entre el carisma de Churchill y el de Hitler. «Me lo compro», repetí con las narices pegadas al escaparate. Pero mi prudencia lanzó una ofensiva: «¡No lo hagas insensato, que hay crisis!». A la vez, mi esperanza, desde la retaguardia: «¡Pero si no consumimos, esto se va al cuerno!». Y la infantería, siempre tan resabiadilla: «¡Recuerda la fábula de la cigarra y la hormiga!». Con mi interior convertido en el frente de Stalingrado no había forma de decidirse. Mi confianza sufrió un gatillazo. Pasé de largo. Ganó el miedo.

Ya en casa, se lo conté a mi mujer, quien, comprendiendo mis reparos a tal gasto —tampoco es que fuese el oro de Moscú—, concluyó que debería habérmelo comprado. Pero en mi interior seguía el combate, entre el deseo de leer la última obra de Roberts sobre aquellos días de ignominia y de heroísmo, mi convicción de que debemos consumir para lograr una dinamización solidaria de la economía leonesa, y mi obligación de ejemplaridad en el ahorro doméstico. Durante días, delante del escaparate, luché como San Antonio con sus tentaciones.

Hasta que sucumbí. Estoy disfrutando mucho con el libro. A la crisis hay que aplicarle aquello de Churchill: «defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste… lucharemos en las playas… lucharemos en…». Luchemos, pues, que hay rebajas. Ayudemos a nuestro comercio, cada uno como pueda. Somos eslabones de la misma cadena humana. El futuro es sólo eso que aún no existía minutos antes de que un terremoto zarandease por sorpresa a Japón. Tenemos un presente plagado de graves problemas, afrontémoslos con esperanza. Sin ella, no cabe más que rendirse ante este enemigo de múltiples nombres y disfraces, pero muy real. No le demos satisfacción. Sucumbamos a la tentación.