TRIBUNA
Diógenes y los fuegos olímpicos
Como imagino ser el deseo de muchos de los que lean estas líneas, me gustaría, a pesar de la que aún está por caer, tener alguna razón, alguna esperanza, para ser optimista, aunque nada más sea porque el pesimismo cohabita siempre con el fracaso. Yo quisiera hablar de «brotes verdes», pero de los verdaderos, no de aquellos que anunció nuestro zapatero prodigioso y optimista antropológico devenido remendón, que nunca llegaron a nacer. Sin embargo, ando como el cínico Diógenes de Sinope, con la linterna en la mano, buscando arduamente, en vez de hombres honestos, una razón convincente para ser optimista que no encuentro por ninguna parte.
España sólo tiene, de momento, pese a la gravísima crisis social que la situación económica está generando, dos cosas de relativo optimismo: que todavía no hemos pasado del drama a la tragedia y continuamos con cierto prestigio deportivo allende fronteras. Pero ello no sirve de alivio ni desvía al país de ir, si Alemania no lo impide, directamente al precipicio. La deuda contraída de 900.000 millones de euros (pública, privada y familiar), debida a una infame gestión de la que nadie se hace responsable, se concatena en el siguiente entramado de súplicas. El gobierno de España pide rescate —hay que decirlo ya sin tapujos— a sus socios de la Unión Europea. Las comunidades autónomas piden que las rescate el Estado de sus problemas de liquidez. Los ayuntamientos piden ser rescatados por las comunidades autónomas, dada la delicada situación de sus respectivas tesorerías. Las empresas piden a los ayuntamientos que les paguen las facturas que les deben. Los empleados de estas empresas piden que les abonen sus salarios atrasados y que no les despidan. Y, estos últimos, cuando ya sin dinero y sin trabajo lleguen al más absoluto desamparo, comenzarán a aposentarse a la puerta de Cáritas o a pedir limosna en los aledaños de los súper y de los templos.
Desde hace años se habla de que la solución económica y social de España pasa, necesaria y fundamentalmente, por mudar el modelo de producción, radicado durante años en el sector de la construcción. Pero nadie apunta cuál va a ser el nuevo modelo que tire de la economía. El sector financiero pasó de ser «ejemplo para el mundo» a vergonzante nido de la canalla codiciosa, siendo motivo de descrédito nacional y de vergonzosa indigencia. El sector primario está, en el sentido innoble de la palabra, por los suelos. Todos los días sucumbe de su profesión algún agricultor o ganadero porque los costes de producción le ahogan la rentabilidad. El sector industrial ha caído por poco competitivo y descansa fundamentalmente en la industria del automóvil, presa de un duro descenso de ventas y con la espada de Damocles de desplazamiento hacia otras latitudes. El único sector que se mantiene en pie es el sector servicios gracias, fundamentalmente, al turismo, pero también amenazado por la subida del IVA y la competencia cada vez más fuerte del sol de otras playas.
Según el último análisis de la población activa, uno de cuatro españoles está en el paro. Si no se encuentra rápido remedio, alguno de los afectados, ya sin recurso familiar o solidario, mudará pronto a desesperado o detenido. Los robos con fuerza han aumentado este último semestre el 25%. Y entre los que no tienen empleo activo ni delictivo, he aquí una gran bolsa de jóvenes que abandonaron su formación por la retribución que le facultaba la desinflada burbuja inmobiliaria. Ahora, sin oficio, beneficio ni especialización, va a ser muy difícil, por no decir imposible, que encuentren acomodo laboral en cualquier lugar del país y mucho menos fuera de él. Paradójicamente, dentro de España muchas cosas están por hacer, en particular la preservación del medio ambiente. Todos los años nos asolan voraces «fuegos olímpicos». He dicho bien, «fuegos», no «juegos», aunque ahora estemos de pleno en los de Londres. En el olimpismo crematorio este año se llevan las medallas de oro el Alto Ampurdán, Valencia, Murcia, Canarias y el alto Tajo. El próximo año corresponderá a otra comarca o región porque en las antedichas ya poco o nada quedará por quemar. Se reconoce la conveniencia de limpiar los bosques en invierno y primavera para evitar que ardan en el verano. Pero quienes tienen el poder de las decisiones parece que han encontrado algún inconveniente para ponerlo en práctica. Es curioso observar que la única provincia que se salva todos los años de la quema, de las nueve que componen la Comunidad de Castilla y León, es Soria, por la única razón de que una buena parte de la población vive de la madera y cuida, por lo tanto, de sus bosques. Como contraste, no tenemos en León más que desplazarnos a Camposagrado. Este cercano paraje reforestado con pinos por los años cuarenta del pasado siglo es una constante candidatura al incendio. En el siglo XIV, según relata Alfonso XI en su Libro de la montería , por allí andaban entre la fronda autóctona, en vez de fuegos, multitud de osos.
Y habrá que hablar también de nuestros ríos. Aunque, como dijo Jorge Manrique, «van dar a la mar, que es el morir», la incuria y el abandono no les permite llegar limpios ni sanos a su destino, sino con sus «aguas» llenas de inmundicia. El que divide asimétricamente León en dos partes es un ejemplo. ¿A qué se debe? Muy sencillo. Los años del bienestar no conllevaron mejorar el escaso civismo de las gentes, o por lo menos en la misma proporción. De ahí que disguste, pero no sorprenda, ver aflorar como nenúfares en el Bernesga —un río selvático a su paso por la capital y ya más fluido de mugre que de agua— multitud de envases de «progreso». Es más. Debajo del puente de San Marcos he visto dos contenedores de basura. Y, durante semanas, ha estado anclado al lado del de la Glorieta de Pinilla un microondas. Es fácil deducir que quienes hacen estas barbaridades están perfectamente capacitados para hacerlas mucho mayores.
Como contrapunto a lo dicho, al menos hay alguien, emulando al cínico Diógenes, que pone a todas estas espinas algún pétalo de ironía, como el aparecido en la puerta de un establecimiento comercial: «Se necesitan clientes. No hace falta experiencia».