Diario de León
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LUIS ARTIGUE
León

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Esta semana, recién llegada a la Calle Ancha, una hermosa violinista... Era rubia y alta como una Ofelia prerafaelista, de rostro brujuleador, ojos como faros de taxi y conservada por la sombra de la tarde. ¡Vaya imagen! Ella tocando música de Bach ensimismada y su blusa descocada siguiendo el ritmo de los movimientos, corcheas, tiempo, mientras aportaba un fondo musical corazón de los viandantes. Le dejé unas monedas en el estuche del violín y me coloqué de frente, al otro lado de la calle y de la vida, espectador que soy de esta ciudad buscando siempre. Y el violín temblando, Blues, música tan frágil como agarrada a una cornisa con una sola mano.

Me senté en el suelo, el verano, el suelo, los pasos indiferentes que suben o bajan de la catedral, la luz a medias, la violinista. En un determinado punto ella terminó otra pieza y me miró por encima de media sonrisa eslava capaz de romper la luna de un escaparate. Era el momento. Me incorporé y me dirigí a ella con la mirada y con los pasos, descubriendo entonces que procedía de Hungría y no hablaba español, pero sí un buen inglés. Conversamos acerca de su país, de la curiosa historia del violín, de la vida... Y como nada amo más que la gente con algo que contar o buen oído se me ocurrió, cómo no, invitarla a cenar. Entonces me dijo que huía del hambre de su lugar de origen; me explicó que era hija de campesinos y, aunque había podido estudiar, allí no había trabajo para ella y tuvo que emigrar sola... Llevaba varios años trabajando en Italia pero ahora se le había terminado el empleo y el visado y por eso se había vuelto a poner en ruta. ¡Qué valiente eres!, le dije. Ahora, con su violín nómada, venía desde Francia haciendo el Camino de Santiago y tocando de ciudad en ciudad e intentando de paso obtener los papeles que la permitieran «empezar a vivir en algún sitio», como ella misma dijo... Hablamos mucho ante una botella de vino, tal vez para que aquello durara, porque creo que ambos sabíamos que hay cosas que suceden para ser recordadas.

Entonces llegué a casa y me puse a escribir como poseso. La gente que me conoce pensará que me lo he inventado todo, y ésa es una incógnita que no pienso despejar. De todas formas está bien saber que los músicos de la Calle Ancha también tienen su historia, y es una historia de sonrisas y alambre en algunas ocasiones.

Ésta era la violinista. Como en las buenas novelas si su historia significa algo o no significa nada no debe decirlo la historia misma. Aún así la próxima vez que pasen por la Calle Ancha, tal vez se la encuentren: su melena rubia, su violín, la sonrisa... Si les ocurre, si tras escuchar una de sus piezas logran conversar con ella, si les habla de la vida, de la espuma de cerveza y lo pronto que anochece en Centroeuropa, por favor, díganle que Luis cumplió la promesa que le hizo y ha escrito esto.

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