EN BLANCO
Marquitos
Siempre es un placer pasar un rato de palique con Marquitos, el de la Bodega Regia, toda una institución en los dominios gastronómicos y culturales de la capital leonesa. A mí me cae bien por varias razones, a cada cual más justificable. En primer lugar, por ese marchamo de amabilidad y buen rollo que le envuelve, redondeado gracias al regalo de unos Ronchitos, esas pequeñas delicias dulces que imaginó en su día mi tío Ángel Santos. Y en segundo, porque donde ahora abre sus puertas la Posada Regia, un alojamiento sosegado y hogareño, estuvo antes la Librería Escolar, tras cuyos mostradores y aprovechando el período vacacional me cupo el honor de despachar miles de Calendarios Zaragozanos entre los habituales de un entorno urbano tan vivo como colorista. Poco se puede añadir a lo sentenciando sobre su sabrosa carta de especialidades, plena de sabores leoneses que parecen condensar la historia culinaria de nuestra tierra. Ahí tienen las míticas croquetas caseras, capaces de alimentar el cuerpo y el espíritu.
La ilusión siempre cotiza al alza, y bajo esta premisa vital Marquitos me sube hasta el cubo que formó parte de la diadema de piedra diseñada por los ingenieros de tiempos de Maricastaña. Las costumbres han cambiado y aquel retazo del pasado utilizado siglos atrás por el obispo Vergara para escapar de los criados del tesorero Cabeza de Vaca, a quien acababa de asesinar en el palacio Episcopal, es hoy una espiral de comedores en los que se practica a conciencia el arte del buen vivir. En estos días de terrorismo financiero, resulta de lo más reconfortante encontrar refugio en un universo rústico y amable, salpicado de detalles y guiños artísticos. Por ahí está María, la hija de Marcos, en cuyos ojos brilla el optimismo antropológico que caracteriza a esta saga entrañable que forma parte principal de lo que Truman Capote llamaba «el color local». Leonés, por supuesto.