LA VELETA
La marca España
Por si la depresión de la sociedad de este país no fuera lo bastante intensa, a pesar del resultado no tan malo de los Juegos Olímpicos (con el Mundial y la Eurocopa ya vimos que los alegrones colectivo son efímeros), hemos sabido que, según una consultora independiente norteamericana (Brand Finance), la marca España ha descendido casi un 38% entre 2009 y 2011. Ha pasado de valer 950.000 millones de euros a 591.000, y baja del octavo puesto en el ránking mundial al decimotercero.
La mala noticia, tampoco imprevisible por otra parte, nos llega poco después de que este gobierno, después de varias tentativas infructuosas de sus predecesores de los dos grandes partidos, institucionalizase la preocupación por la ‘marca España’ y crease incluso una secretaría de Estado honoraria —porque es gratuita— que ocupa el empresario Carlos Espinosa de los Monteros, quien ha formado ya un pequeño equipo a su alrededor aunque todavía no ha expuesto públicamente sus planes a la opinión pública. Quizá porque en momentos de gran tribulación, lo más pertinente es no hurgar en la herida.
En cualquier caso, resulta muy obvio que la potenciación de la ‘marca España’ no ha de consistir en entrar en una absurda competición como la que sugiere la consultora independiente, como si un país fuera algo parecido a una marca de refrescos. Vista así, la ‘marca España’ no puede fluctuar como si fuera un valor económico abstracto sometido a las leyes de los mercados. Un país no es una instantánea sino un relato largo e inconcluso que debe ponderarse en su conjunto, que incluye crisis y gozos, victorias y derrotas, y que debe observarse con la necesaria perspectiva. Y si alguien quiere potenciar esta idea, tendrá que trabajar sobre todo para dar nitidez a la observación y para situar al observador en la atalaya correcta.
Sucede sin embargo que la horma europea, que en un tiempo fue ella también gozosa y estimulante, se ha convertido en un tedioso corsé que nos limita y atenaza con el argumento calvinista de que cometimos demasiados excesos y hemos de pagar por ellos. Bien está que hayamos contribuido a crear este proyecto de federación europea que hasta cierto punto no es más que el ardid que usamos con Alemania para dominar al monstruo, pero no podemos dejar de reivindicar nuestro derecho perpetuo a la ilusión: España e Italia no pueden caminar al mismo paso cansino y religioso de Centroeuropa, el imperio del frío, si no aderezan el trayecto con algo más de imaginación, de aventura, de creatividad desprendida y poco condicionada por el puro interés. La marca España no puede ser, en fin, una claudicación ni una condescendencia con la homogeneidad continental: ha de ser el expediente de una originalidad irreductible, de un valor inimitable que trasciende de la coyuntura y nos otorga una permanencia en el tiempo. Y ha de ser esta originalidad la que cotice en el mercado de la irreversible globalización.