TRIBUNA
Las chicas son guerreras
Lo acontecido en el concurso de España en los Juegos Olímpicos de Londres no deja de sorprender. De las medallas conseguidas por la delegación española, buena parte de ellas han sido ganadas por mujeres, tanto de modo individual como colectivo. El hecho se resalta en la calle y en los medios de comunicación a través de la expresión «las chicas son guerreras», título de un tema musical de los años 70 interpretado por el grupo Coz. Algún exaltado lo celebra, incluso con el grito tan característico en casos de euforia desmedida, ¡las mujeres al poder! Si bien, teniendo en cuenta lo que dicen y hacen señoras públicas con altas cuotas de poder, como Carrasco, Fabra, Aguirre, Botella, Mato o Cospedal, a uno le entran serias dudas. ¡Ojalá! el mérito deportivo tuviese claro paralelismo con el político. Pero una cosa es la competición deportiva y otra muy distinta es la gestión pública. Lo indiscutible es que el papel de la mujer en España ha cambiado para bien de modo rotundo desde tiempos no tan lejanos.
Y un ejemplo ilustrativo de ello es la magnífica exposición sobre Las presas de Franco que se ha podido ver en el Museo de León. La II República trató de sacar a la mujer de su exclusividad funcional a la que estaba condenada: el parto, el sometimiento sin condiciones al macho y la reclusión en el hogar. Entre las medidas que tomaron las autoridades republicanas estaba la de otorgar a la mujer el derecho al voto. Medida progresista, sin duda, pero mirada con recelo por los partidos de izquierda. Por cada Concepción Arenal, María Zambrano, Victoria Kent, Constancia de la Mora, Federica Montseny o Dolores Ibarruri, había cientos de mujeres analfabetas totalmente dominadas y dirigidas por el nacional-catolicismo antirrepublicano, lo que significaba un claro voto inmovilista a favor de los partidos de la derecha. Con el franquismo victorioso, las mujeres formadas e iniciadas al calor de las reformas republicanas se vieron castigadas retornando a una sociedad patriarcal de raíces seculares. Esta generación fue doblemente reprimida: como «rojas» y como «mujeres». La que no sufrió la muerte por sentencia o por «paseo», padeció la pena de cárcel, depuración o destierro. Otra cosa no podían esperar de una dictadura de carácter totalitario con fuerte poso patriarcal y misógino. Como dice el prospecto de la exposición, el franquismo retrocedió con su contrarreforma a: «Un modelo de mujer-esposa-madre, recluida en el hogar, marginada del mundo de lo público y sometida a las autoridades masculinas». Así no sólo era imposible ganar medallas, sino acceder a las Olimpiadas.
Sobre la situación de la mujer en los aledaños de la Guerra Civil, me viene a la memoria un caso relatado por el doctor salmantino Filiberto Villalobos, excelente profesional y hombre de talante liberal, quien, siendo ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes durante un corto período de 1934, puso en marcha ideas reformistas de previsión social. Por su vinculación a la República, pudo salvarse de una ejecución segura gracias a la intervención directa de Franco, que le debía el favor de haberle curado tras un grave accidente de tráfico. Ocurrió que don Fili —al que por su condición filantrópica le venía que pintiparado el apocorístico— tuvo que intervenir a una joven madre en un pecho por un problema de mastitis. Advirtió el médico que la mujer no había mudado de camisa desde hacía mucho tiempo. No me la puedo quitar, trató de justificar la mujer, porque estoy embrujada. Casualmente han venido esta noche las brujas, me han dado una paliza y mire usted como me han puesto, mostrando un cuerpo lleno de cardenales. Había acudido a la Virgen de Valdejimena, a Alba de Tormes a ver a la Santa y a un cura muy virtuoso para que le leyera los Evangelios, pero todo había sido inútil. El marido había consultado a un curandero, quien aconsejó que para deshacerse de las brujas su mujer debería mantener puesta la camisa durante seis meses. En vista de ello, don Fili recetó a la joven una medicina. Si con ella orinaba azul, las brujas desaparecerían. Consintió la mujer y el médico le recetó una dosis de azul de metileno. Al día siguiente, a primera hora, la joven llegó alborozada a casa del médico con un frasco de orina azul, y la curación fue instantánea. Fue el principio de una larga serie de desembrujadas. Cuando estas mujeres acudían a los curas de los pueblos, éstos les decían: «Los Evangelios no son un remedio contra las brujas, ir a Guijuelo, que don Filiberto tiene un procedimiento infalible contra ellas».
La desigualdad de trato de la hembra respecto al varón continuó durante la dictadura. Me cuenta mi amigo Gavilaso de León su propia experiencia. Estando casado y a punto de terminar sus estudios universitarios, no podía tener asistencia sanitaria como familiar a cargo del beneficiario, su mujer trabajadora en un instituto de enseñanza media. La condición laboral del esposo sí permitía incluir la asistencia sanitaria de la esposa, pero no a la inversa, esto es, no se contemplaba incluir la atención médica al marido en la condición laboral de su mujer. Mi amigo protestó esta machista desigualdad de trato ante el Instituto Nacional de Previsión. La funcionaria de turno le sugirió que hiciese una solicitud, pero veía imposible que le concediesen lo que pedía. Sin embargo, contrariamente al pesimismo de la funcionaria, mi amigo fue incluido excepcionalmente en la cartilla de la seguridad social de su mujer y, en consecuencia, tener asistencia sanitaria gratuita. Eso sí, a la inscripción de su nombre se añadía en nota aparte «incluido en Consejo del 8-11-72». Mi amigo exhibe con orgullo esta credencial, que tiene enmarcada con la solemnidad que el caso merece y que contribuyó decisivamente al cambio de la normativa vigente.