LA GAVETA
Encina 1972
Fue el primer verano en que la fiesta estuvo en la avenida de las Huertas. Cuatro años de polvo, piedras, cemento, excavadoras y obreros habían convertido el vergel de los pimientos de Ponferrada en un polígono rectilíneo y flamante, con sus asfaltos y aceras, sus farolas y esperanzas.
La ubicación era revolucionaria porque suponía arrancar la fiesta a la zona alta, que había sido dueña y señora del escenario durante siglos. Era una victoria de la Ponferrada obrera y mercader; de la clase media de la Puebla, más bien media baja.
Allí me adentré, tímidamente. No hubiera podido ni imaginar que aquellas fiestas iban a quedar en mi memoria como las más recordadas. Un año que se balancea en el tiempo, que no quiso ser borrado. Hace nada menos que cuarenta años.
Yo tenía diecinueve, la ciudad era ya bastante moderna en su modestia. En cuanto a sus vecinos, no veo grandes diferencias. Antes y ahora había hombres ambiciosos, hombres conformistas, mujeres activas, mujeres melancólicas. Niños, flores, gatos, cafés y periódicos. La Deportiva, eso sí, era un club más humilde, resignado a la tercera división. Entonces jugaba en el campo de Santa Marta, junto al Plantío.
En el polígono había lo de todas las ferias: un circo, una mujer barbuda, un tragasables, bares ambulantes, tómbolas, mucha gente. Pero el corazón de aquel mundo eran los bailes; el corazón oscuro y húmedo. Pretexto para abrazar a una moza, para preguntarle de donde era.
—De Cuatro Vientos, me dijo la que me tocó una de aquellas noches.
Era alta, delgada, de piel blanco-Bierzo, el pelo largo y negro. Guapa, altiva, yo no sabía qué decirle. Y le conté sandeces, como de quien quiere presumir no sé de qué, de política o de poesía, locuras así. Hasta que ella se fue, no quiso más palabras y eso que me había abrazado con gran generosidad.
Bailé algo con otras, yo que nunca supe bailar, no es lo mío. También vi a una chica muy lozana y rotunda. Era de la Térmica, me dijeron; tenía una hermana no menos poderosa. Parecían dos divas comarcales, arrasando entre los hombres y sus cábalas tan ardientes como quiméricas.
Había orquestas que cantaban temas de Demis Roussos, o Palomitas de maíz . También de un cantante llamado Paco Paco, que fue efímero. Y sonaban los gritos excitados de muchos hombres que bajaban de las aldeas. Algunos iban de traje, con el cuello de la camisa por encima de la solapa y un crucifijo al cuello. El pelo, largo y rural. Era gente brava, llena de fuego y de kilómetros.
Pero a mí lo único que me importaba era aquella chica de Cuatro Vientos, adusta y bella. Nunca la volví a ver; se perdió en la noche de la música. Luego, pronto, irían llegando la niebla, el otoño y la lluvia, pero no llegó el olvido.