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FUEGO AMIGO

Agustín Delgado, flor del viento

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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La muerte inesperada del poeta Agustín Delgado (1941-2012) me ha hecho volver a sus libros y al legado inquietante de quien sin duda ha sido el escritor más lúcido de nuestra Generación del 68. Radical, disolvente y perpetuo propulsor de disidencias. En los sesenta, puso en marcha Claraboya (1963-1968), una revista convertida en tragaluz por donde regresó Cernuda o se coló la lírica civil de los cincuenta, una ventana a la que asomaron los jóvenes poetas españoles, beatniks, cubanos o gallegos y desde donde se expresó el rechazo a la estética de los Adonais, el contrapelo a los venecianos y la mofa a los budas del olimpo manchego.

A finales de 2010, Agustín me hizo llegar su poesía reunida bajo el título Espíritu áspero (1965-2007) y meses después una carta con esta confidencia: «A nadie de la crítica ha interesado. Lo marginal en mí toca fondo ya». El libro agrupa sus diez poemarios, más los versos festivos, con una introducción del profesor Juan José Lanz y sucede a las antologías de Taranto (1979), Hiperión (1983), Barrio de Maravillas (2001), Visor (2005) y Diario de León (2007). No puede decirse que la difusión de su obra estuviera restringida, aunque siempre habitó en los márgenes. Cerrado el ciclo de Claraboya , el joven Delgado paseó por provincias su cátedra de Literatura, que entonces era un destino de postín. Málaga, Valladolid, Barcelona, Burgos y Madrid fueron algunas de sus estancias docentes. En los veranos, fugaces apariciones por León, a los cursos de extranjeros, desde cuya tribuna dispara con bala a sus vecinos del parnaso.

En los setenta Agustín Delgado participa en la creación de las revistas literarias Camp de l’Arpa , en Barcelona, y Trece de nieve , desde Valladolid. Se doctora con una tesis sobre La poética de Luis Cernuda . Como tantos otros profesores, deja en cuanto puede las clases por un destino en la Inspección. Pasa más de una década en agregadurías de embajada, entre París y Bruselas. Para jubilarse, volvió a Madrid, muy cerca de los libros de la cuesta de Moyano y de las fritangas de Atocha. Sus libros nos trasladan las estaciones de su poética de la incertidumbre, un paseo que combina la experiencia ácida, la crónica del agobio, el testimonio de la insolencia, el desafío de la socarronería y el desasosiego del hastío. Al lado, sin tocarse ni tiznarse, discurren los ripios radicales, las parodias más reconocibles y la empanada teórica que disfraza sus zambullidas en la impostura bufa y despendolada. Luego viene su obra última, despojada de virutas: el garabato del sansirolé. Son desplantes deshuesados, disparos verbales, pura fusilería conceptista. Una senda siempre acechada por el riesgo, entre el filo del hallazgo, el eco delator y la resonancia insolente.