TRIBUNA
Una revolución imposible
Suelen decir los periodistas que agosto es un mes de «sequía informativa». Los políticos se van de vacaciones, las instituciones congelan su actividad y pocas noticias hay, más allá de las guerras que no cesan y la ocupación de las plazas hoteleras.
Quizá sea esa la explicación a la desproporcionada atención mediática que ha acaparado el diputado y sindicalista andaluz J. M. Sánchez Gordillo y su marcha reivindicativa con el SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores). Sánchez Gordillo, de confesa ideología marxista, lleva más de tres décadas a caballo entre el sindicalismo agrario y la política, como alcalde «eterno» de Marinaleda y, últimamente, como diputado autonómico por IU.
Gracias a algunos golpes de efecto muy sonados, como la sustracción de alimentos en un supermercado y la ocupación de sucursales bancarias y recintos hoteleros, sus reivindicaciones han encontrado una resonancia que para sí quisieran los comedores sociales desbordados por la demanda de los nuevos pobres o los misioneros que denuncian matanzas en países que, a duras penas, sabemos situar en el mapa.
No diré que sus propuestas, aún disintiendo de sus acciones, sean totalmente descabelladas; es claro que hay que llamar la atención de la sociedad sobre el problema del hambre. Ya no es sólo un drama más allá de nuestras fronteras, sino una realidad que se ha instalado en nuestros barrios y en todas las realidades de marginación que llamamos «cuarto mundo».
Organizaciones eclesiales como Cáritas y tantas otras llevan tiempo advirtiendo de esta problemática acuciante que, hace sólo diez años, nos parecía imposible. La diferencia es que estas ONGs se han volcado en hacer una lenta y difícil tarea de sensibilización social que no acapara los flashes de la prensa como las acciones de Gordillo y sus sindicalistas. Pero, a la larga, resultan infinitamente más eficaces que el hurto y los empujones a las cajeras, por más que esto se haga bajo la etiqueta de «expropiación forzosa de alimentos».
Y eso me lleva a otra reflexión que, creo, subyace a todo ello. El sindicalista Gordillo, desde su ideología comunista y, por tanto, materialista, entiende que cambiar la sociedad, revolucionarla, es cuestión de cambiar estructuras. La lucha de clases derribará a los que manejan el poder, con medios pacíficos o violentos, para que su lugar lo ocupen los de abajo, la soñada «dictadura del proletariado».
El humanismo cristiano defiende un cambio desde dentro, desde las personas. Porque si las personas no son transformadas, renovadas, cuando tengan dominio sobre los otros, reproducirán como un calco las situaciones de abuso y opresión que sufrieron antes. La sangrienta historia del siglo XX está ahí para atestiguar que esto es un axioma inapelable. Tanto el marxismo, en sus diversas variantes, como el nazismo, también surgido como un movimiento revolucionario de izquierdas, bañaron el mundo de sangre inocente persiguiendo la utopía de un mundo sin clases o de una Alemania de arios puros.
Karl Marx fue, en el fondo, un ingenuo al pensar que expropiando a la clase dominante, subvirtiendo las relaciones de poder y socializando los bienes, llegaría a instaurar en la tierra la Nueva Jerusalén prometida por la fe judeo-cristiana. Olvidó, he aquí su enorme error de fondo, que el hombre siempre es hombre, que también en aquella sociedad nueva su libertad, herida por el pecado original, iba a tirar de él hacia la codicia, el odio, los afanes desmedidos…
No es posible sanar al hombre sólo desde fuera, como no es posible transformar una sociedad dando la «vuelta a la tortilla» de sus relaciones de poder. Son revoluciones imposibles por su ceguera intrínseca, destinadas al fracaso o al horror. Pero eso, claro está, un materialista como el Sr. Gordillo difícilmente lo entenderá.
Jesús de Nazaret vivió hace dos milenios en una sociedad lacerada por la injusticia y vejada por el sometimiento a la tiranía del Imperio. También hubo entonces movimientos revolucionarios que, como los zelotas, empuñaron las armas para derrocar estructuras opresoras. Pero él prefirió hablar de algo radicalmente distinto: un Reinado de Dios que como una semilla de lento crecimiento o una levadura oculta va transformando todo desde dentro. Allí donde un hombre decide ser mejor, más justo, más sencillo, más pacífico, un mundo nuevo va abriéndose paso con él. La persona transformada, convertida, transforma también sus relaciones de poder, económicas, interpersonales, etc.
Desde luego que nos hace falta un profundo cambio social, una regeneración a muchos niveles, pero debemos acertar en el cómo. Y ser tajantes en rechazar los brillos de algunos proyectos para los que el juicio de la historia ya ha dictado su veredicto.