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Publicado por
MIGUEL Á. VARELA
León

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Yo creo que por entonces la ciudad era sepia. No, seguramente me equivoco. Realmente Ciudad del Puente era en aquellos años como esos fotogramas del cine mudo coloreados a mano, pero a medio acabar, con zonas de sombra en blanco y negro y algún tímido tono amarronado en unas pocas esquinas.

A mediados de los setenta, Ciudad del Puente era una ciudad atolondrada y razonablemente feliz. Pero quizá en eso también me equivoque y esté confundiendo la parte por el todo. Es posible que el atolondrado y razonablemente feliz fuera uno en el ejercicio indocumentado y libre de la adolescencia.

Los alcaldes iban con el don delante, como recordaba el otro día la crónica de este periódico sobre el fallecimiento de Juan Fernández Buelta, pero a los adolescentes de mediados de los setenta —supongo que como a los de ahora— nos importaba un comino la autoridad y cuando empezamos a tener conciencia del funcionamiento de la cosa pública, Fernández Buelta ya no era alcalde y se hablaba de él con un apodo, quiero creer que cariñoso, que subrayaba su sentido de la justicia.

Fue alcalde de Ponferrada entre 1974 y 1977. Vivió como primera autoridad municipal la muerte de Franco, aprobó un Plan de Ordenación Urbana entre una bronca histórica (los conflictos por los asuntos del ladrillo ya eran tradición en la ciudad) y asistió desde el mirador del poder a las primerizas tensiones del posfranquismo.

Convivió políticamente con nombres —Fernández Arias, Ovidio González Canedo, José Morán o Telmo Barrios— que luego tuvieron su momento de gloria en los primeros años de la democracia y con otros —Fernández Taladriz, Sergio Vidal, el médico Francisco Mayo Gallego o el también recientemente fallecido García Herrero— que hacían, desde una ciudad provinciana, cálculos en la clandestinidad sobre el futuro de un país abierto a todas las incógnitas.

A Fernández Buelta le tocó vivir como alcalde una parte de ese intenso periodo al que hemos decidido llamar Transición. Unos años que primero ensalzamos hasta el aburrimiento y después hemos puesto bajo sospecha. Un trocito de nuestra historia reciente al que volvemos ahora con cualquier pretexto —la crisis económica, la muerte de Carrillo, las tensiones nacionalistas…—, escarbando en sus probables aciertos o denostando sus creíbles cambalaches, reprochándonos inútilmente a ritmo de bolero lo que pudo haber sido y no fue.

Buelta no volvió a la política y se volcó en el derecho, oficio que han continuado sus hijos: Juanjo, uno de los más conspicuos consumidores de cultura de la ciudad, y Lucía, la abogada más guapa de la provincia. Era un señor mayor muy amable y simpático. Fue alcalde de una ciudad que todavía salía en blanco y negro, en un país en fase de coloración.

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