FRONTERIZOS
La pesadilla de Gregorio G.
Cuando Gregorio G. se despertó esa mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en algo que en principio no supo identificar con claridad pero que le causaba, desde que abrió los ojos, un estremecimiento de inquietud indefinible.
No sentía ninguna molestia física, pero algo le apretaba el alma hasta producirle un dolor agudo en algún sitio no determinado de su cuerpo. No estaba cansado, pero el camino hasta el baño se le hizo eterno y acabó agarrado al borde del lavabo para evitar desplomarse. Aunque la imagen que el espejo le devolvía con la cara cubierta de espuma era similar a la que todos los días encontraba a esa hora temprana, había algo impreciso en ella que la hacía diferente.
El desasosiego no hizo más que crecer a lo largo del día. Las calles eran las mismas, sí, pero más apagadas, como cubiertas con el velo gris de los días en que llueve ceniza. Eran los mismos ciudadanos de todos los amaneceres los que cruzaban las aceras con cara de sueño pero hoy parecían otros en su caminar perdido, como figurantes a los que no les han explicado correctamente su posición en el plano.
Y la jerarquía de los mendigos. Ese detalle le provocó agitación febril y un sudor frío. Las calles del centro las habían ocupado los indigentes mejor formados. En los bulevares de la Rosaleda, el Colegio de Arquitectos repartió las esquinas entre los socios y apenas quedaron unos rincones para ingenieros, abogados y economistas. Los alrededores de la Plaza de Lazúrtegui fueron ocupados por los administrativos que ya no tenían nada que administrar porque la declaración de la renta de la miseria se hace sola. El Casco Antiguo se reservó para los artistas, aunque se les exigió que entregaran recibo con el nuevo IVA por cada óbolo recibido.
Una peregrina de Reus, hija de extremeños, se quedó prendada bajo el Arco del Reloj de un pobre que recitaba versos en cuaderna vía. Tuvo que ser atendida por el 112. Se le diagnosticó una rara enfermedad llamada síndrome de Zelig, que le causaba una extraña dependencia ambiental: en Girona era una furibunda independentista, en Zaragoza cantaba jotas al Pilar y en Ponferrada empezó a sentir sin mayor motivo una inexplicable manía por los de León.
Esa noche, Gregorio G. comprobó frente al espejo la insólita metamorfosis que se había producido en su rostro, ahora más pálido, con los ojos rasgados, el pelo lacio y las mejillas imberbes. El espejo devolvía la imagen paralizada por el miedo de un Gregorio orientalizado, convertido en un proletario del nuevo Imperio.
Antes de dormir, intentó recordar el título de aquella historia que había leído de joven en la que un hombre se despierta una mañana convertido en un monstruoso insecto...