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Publicado por
César Gavela
León

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Le conocí en 1966; yo acababa de cumplir trece años. En aquel verano nos dio unas clases en el colegio de San Ignacio: en vacaciones ofertaban esa pedagogía voluntaria. Y allí, entonces, me fue revelada una honda felicidad. Que ha sido humilde y fiel compañera desde entonces.

Me la mostró José Antonio Carro Celada, profesor de literatura. Y sacerdote. Él tenía solo 27 años, pero estaba tocado hasta el corazón por el arte de la palabra. Su despacho era un reino de libros y de discos de música clásica. Vivía en Ponferrada, era un hombre guapo y romántico que gustaba mucho a las mujeres.

Él amaba sus clases, sus lecturas, sus versos. Y encendió la mecha leyéndonos a Miguel Hernández. A Gabriel Miró y a Azorín. Los tres grandes maestros alicantinos del idioma español.

Nos seguimos tratando, algo más cuando yo era un jovencito. Me dejaba discos, hablábamos de muchas cosas. Era un privilegio ser su amigo, yo quería ser como José Antonio Carro: tener un despacho lleno de libros, escribir, estar solo casi todo el tiempo libre. Y hablar con algunas chicas al caer la tarde.

Cuando pude publicar mi primer artículo en la prensa, pensé en él inmediatamente. Fui a verle con mi grabadora. Estaba yo nervioso pero la conversación salió bien. Reflexionaba en ella Carro Celada sobre la realidad cultural de Ponferrada entonces. Que era lastimosa, aunque él hizo algunas excepciones. Recuerdo que citó al Conde Gatón, a personas que leían buena literatura. A aficionados a la ópera o a las artes plásticas. Entonces, como durante tantos años, el pintor Andrés Viloria, tan recordado, era el vecino más ilustre de Ponferrada; el más secreto y libre.

Nos fuimos del Bierzo los dos; nos vimos alguna vez en Madrid, donde él fue un cura culto y sencillo, y donde vivió años muy fructíferos hasta que llegó su inesperada muerte, siendo aún bastante joven.

Nunca olvidé aquella verdad del verano de 1966. Y en su estela quise ser profesor de literatura como él, algo que nunca fui; la vida me llevó por otros derroteros. De todo esto ha pasado mucho tiempo, pero siguen vivas en mí aquellas clases, aquel hombre observador, tierno, tímido. Aquel poeta de Astorga de madre berciana. Y no olvido mi emoción cuando, justo ahora hace cuarenta años, en octubre de 1972, apareció aquella conversación con José Antonio Carro en la revista ponferradina Aquiana. En aquel momento yo era el joven más feliz del mundo.

Y aquí seguimos, unas veces mejor, otras peor. Mirando la vida y la tierra raigal. Diciendo lo que nos llega; y que no sea información, que sea otra cosa. Decía Francisco Umbral que la columna de opinión es el solo de clarín de un periódico. Pocas veces se llega a tanto. Lo que importa es que venga de una emoción, suele venir.

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