TRIBUNA
¡A lo que esto ha llegado!
Me llega la mala noticia de que un buen amigo y su esposa están aquejados de grave intoxicación. Al parecer ingirieron un producto altamente tóxico a cambio de una suma importante de dinero, no proveniente de ningún negocio delictivo; tampoco de lotería, quiniela, bonoloto o cualquier otro golpe de fortuna, sino fruto de ahorro durante años y ganado a costa de mucho trabajo y esfuerzo. El producto que se ha revelado tóxico, llamado «participaciones preferentes» (PP, en el código de la farmacopea), fue adquirido en una caja devenida recientemente banco. La inversión no fue fruto de una codicia desmedida, como la que se desprende del incauto, pero avaricioso, comprador en el conocido «timo de la estampita». No. Me cuentan que ese producto les fue ofrecido engañosamente, esto es, sin que la entidad financiera les advirtiera del gran riesgo que corrían para su salud económica; ni tampoco les informaron que la rentabilidad por el tiempo que estuviese en sus manos no estaba garantizada.
Aunque, en realidad, las PP son un producto cotizado como cualquier otro título mobiliario sujeto a los vaivenes del mercado bursátil, estos valores se han movido dentro de un mercadillo secundario, de cuyo rescate por parte del cliente la propia entidad se comprometía negociar en un plazo inmediato. Su atractivo tipo de interés, por encima del aplicado a cualquier depósito a plazo fijo, posibilitaba la rápida compra por un nuevo cliente. Por esa razón, las PP —que por su pérdida galopante de valor mejor sería adjetivarlas como «decadentes»— fueron, pues, vendidas por bancos y cajas a sus clientes como si fueran depósitos rescatables en cualquier momento, cuando, verdaderamente, eran cuentas perpetuas, es decir, sin vencimiento y, por tanto, expuestas a fuertes variaciones. Como el canto de las sirenas, tal era su atractivo, que hasta los propios empleados de la banca y sus familiares extraviaron sus ahorros atraídos por los encantos de las PP. Además de no obtener desde hace meses ningún rédito de este activo —pues si no hay beneficios, no hay intereses—, al día de hoy, mi amigo y esposa han visto reducido progresivamente el valor del dinero invertido en un 55% si hoy quisiesen rescatarlo, que mañana el diablo dirá.
¿Dónde ha ido a parar ese 55% de mi-nusvalía, por ahora? Una parte a multimillonarios créditos concedidos a amigotes, parientes y bienhechores, sin ninguna garantía de devolución. Otra parte a arriesgadas inversiones inmobiliarias. Otra parte a sueldos muy por encima de sus méritos y prejubilaciones altísimamente remuneradas a los ejecutivos financieros culpables de todo lo anterior. A lo que hay que añadir la vista gorda de las autoridades supervisoras del Estado —que deberían haber evitado el desaguisado— y la connivencia de las altas instancias políticas. No estamos hablando de una bagatela, fruslería o insignificancia, sino de miles de millones de euros.
Pero el torniquete de infortunio para mis amigos no se ha detenido ahí, ha dado unas cuantas vueltas más. La entidad financiera que les vendió los citados títulos y gestionó tan mal las cuentas de sus impositores, entro en una recesión brutal por falta de liquidez. Para no caer en el infierno de la desaparición y, consecuentemente, convertir en humo el dinero de sus clientes, hubo de ser ayudada con dinero público: 4.465 millones de euros para ser exactos. No fue suficiente. Para su apremiante saneamiento, necesitaba ser nacionalizada con una inyección a mayores de 19.000 millones, al menos por un año, convirtiéndose en el rescate más caro de la historia de España.
Y ahora viene la última vuelta del torniquete, que ya se acerca más al último giro de un garrote vil. Para sanear el banco en cuestión y atajar otras paralelas vías de agua de un barco que se hunde, las arcas del tesoro público se quedaron semivacías. Con el fin de abastecerlas, ha habido entonces que recortar el gasto en sanidad, en educación, en subvenciones, subida impuestos, etc. Por lo cual, a la mujer de mi amigo, funcionaria en activo, le han congelado el sueldo y le han quitado la paga extraordinaria de Navidad, por ahora. A mi amigo también le han metido en el congelador la pensión, por ahora, y tiene que pagar los medicamentos. Y sus hijos, que tenían empleo fijo, han quedado al absoluto amparo de sus progenitores, por ahora, al haber agotado todos los plazos del subsidio de desempleo.
Como la entidad bancaria donde compraron las PP ya dispone de liquidez por el suministro de dinero público, sacado, en su parte alícuota, del bolsillo de mis amigos, yo, ingenuo de mí, imaginaba que el banco les devolvería esos títulos a su valor de compra. No sólo no se los ha devuelto, sino que, como ya he dicho más arriba, están devaluados, por ahora, en un 55%.
Es evidente que con las PP se ha cometido un fraude de «guante bankio» (dícese del engaño cometido a sus clientes por una entidad financiera con resultado doloso para ellos), una bajeza más de la moral bancaria que da un trato preferente al que llega con dinero nuevo que al cliente fiel de toda la vida. ¿Y qué hacen al respecto los gobernantes patrios que se ocupan de la delincuencia? Pues, el ministro de Justicia y su colega de Interior nada dicen ni hacen. Pero, eso sí, se soliviantan indignados por otros hechos delictivos. Como, por ejemplo, lo realizado por varios sindicalistas andaluces al sacar del supermercado, sin pasar por caja, alimentos cuyo coste no llega a quinientos euros, con el único propósito de denunciar simbólicamente la miseria en que ha caído buena parte de la población.
Cuando a mi amigo, todavía no recuperado, se le pasan los efectos de la medicación antipirética, no hace más que repetir y repetir en su delirio, como una campana desbocada y enfurecida, los versos del poeta: «¡Y entonces comprendí por qué se llora, y entonces comprendí por qué se mata!». ¡A lo que esto ha llegado!, he estallado, ahíto de repugnancia. ¿Llegar? ¿Llegar? Lo malo es que —replicó al oírme la mujer de mi amigo, ya restablecida— no sabemos a dónde vamos a llegar con esto ni todavía qué destino nos espera.