TRIBUNA
Responsabilidad y crisis
Conocemos los efectos de la crisis económica, pero nadie sabe las causas concretas. Lo que sí sabemos es que para algunos sectores o personajes no ha surtido efecto. Vamos, que no pasa nada y como si no existiera, siguen portándose como si tal cosa pasara en otro planeta. Y no se dan cuenta que la crisis no solo produce unos desequilibrios económicos sino que aparecen una serie de desvalores que afectan al conjunto de la sociedad y que se entremezclan con las situaciones financieras, entre entes e Instituciones En medio de todo esto, personajes y personajillos no responden —esto es, son irresponsables— a la llamada de la obligación.
Se ha sabido por el Consejo de Cuentas, que el 77% de los contratos formalizados —es un decir, pues carecen de forma— por las empresas públicas de Castilla y León incumplen los principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad. Nombrados por el sistema de la dedocracia, familiocracia o amigocracia; es decir, sin cumplir lo que se determina en el artículo 103 de la Constitución: que el acceso a la función pública se hará de acuerdo con los principios de mérito y capacidad. Al no cumplirse tal mandato, quien accede a esos puestos ni tiene capacidad para desempeñarlo ni ha demostrado mérito para su función, lo que produce disfunción; pero lo que es peor, quien así los ha admitido incumple las normas más elementales de la ética y del derecho, es un irresponsable y debería de responder por ello. Pero no pasa nada y tal situación acrecienta la crisis en su amplio sentido.
Otro tanto ocurre entre quienes manejan fondos públicos que los tiran como si fuera una rebatiña. Digo mal, se manejan al antojo de los políticos de turno entre subvenciones y prebendas a conmilitones y amiguismo. O se realizan obras superfluas —en plena crisis— como el enlosado de la avenida José Aguado en León, sin paseantes, o el carril bici sin bicicletas, o un edificio de Congresos, sin congresistas. Irresponsabilidades sin responder.
Por lo que se refiere al reparto de salarios entre empleados públicos o de entidades de crédito cuasipublicas —pues reciben subvenciones del Banco de España— se manejan los salarios de los convenios colectivos como si fueran fondos propios. Es cierto que el Convenio 98 de la Organización Internacional del Trabajo establece las medidas adecuadas para el establecimiento de la negociación colectiva entre empleadores y trabajadores. Pero si bien las empresas —o el sector— pueden establecer condiciones salariales según las características del mercado, de las ganancias y de la posibilidad financiera, no puede negociar un convenio una empresa pública más allá de sus presupuestos, por mucha presión sindical que se produzca. No pueden, por ejemplo, pactarse una paga de beneficios (véase convenio de cajas de ahorro, personal de un sindicato, etc.) quien carece de ellos o si los tuviere tiene otros fines que cumplir que no es el reparto salarial. Quien pacta tal cosa en época de crisis carece de legitimación ética y debe de responde por tal conducta. Y no ponga la disculpa de que los pactos están para cumplirlos, pues un principio general del derecho contrario, permite cambiar lo pactado en circunstancias desproporcionadas o por alteración de situaciones económicas imprevistas. Y no se entiende que mientras se congelan los sueldos de los funcionarios o las pensiones, se pacten subidas salariales en empresas o sindicatos que se nutren de fondos públicos.
La irresponsabilidad nacida de la crisis abarca a manifestantes, huelguistas, jueces o políticos. Ha sido criticada la actuación de los concentrados ante el Congreso de los Diputados, hace unos días. Y también ha sido criticado el auto que dictó la Audiencia Nacional, alejado de la realidad objetiva. Tal resolución —que absuelve, por archivo de las actuaciones, a los manifestantes— cita en seis ocasiones, en dos folios, el «derecho a defensa» y «presunción de inocencia» de los denunciados; y para demostrar que no se incumplió el Código Penal al no alterar el normal funcionamiento del Congreso, se pidió acta de la sesión de esa tarde. Y se ha de preguntar ¿por qué no se pidieron los vídeos de ataque a la policía?, ¿las imágenes de policías heridos, el asalto a las vallas, etc.? La conclusión es que la prueba pedida es preconstituida y prohibida por el ordenamiento jurídico; y se ha obviado el delito de intención, ya que sin el muro de la fuerza pública el asalto, en efecto, se hubiera producido.
Nadie entiende que se siga anunciando —a doble página— la promoción del turismo social del Imserso, en momentos en que se tienen que pagar las medicinas y se amplían las esperas médicas. ¿Qué es preferible aportar dinero público a la sanidad o al turismo de nuestros queridos jubilados?
Si vamos de lo concreto a lo general, asusta que la irresponsabilidad se introduzca en el pensamiento (?) de nuestros políticos. (Algunos les llaman casta, otros clase política; ni una cosa ni otra, aquí y ahora se trata de una profesión, pero una actividad sin título habilitante, un categoría que se mantiene en el tiempo y en cualquier actividad cambiante; igual vale para ser concejal que presidente de una empresa pública, que asesor de un Comité, etc. Para tener un cargo político no hace falta ni oposición ni título alguno). Y digo que asusta cómo algún dirigente político no tiene una idea clara de la nación, a la que califica de concepto discutido y discutible. Y lo que es peor, quien fuera presidente del Consejo de Estado entre 2004-2012, no tiene claro el concepto de Estado —así nos va— al aceptar la posibilidad del referendum propuesto por la Generalidad catalana (ver El País 8-10-2012), en contra de la noción ancestral de Estado-Nación. Ante estos dislates, varios políticos profesionales piden prudencia, y ya se sabe que la prudencia es la disculpa de los débiles.
Tales irresponsabilidades generan una desazón en la ciudadanía, producen una abierta discriminación comparativa y abocan a una transferencia de crisis psicológica en toda la sociedad. Y los que entienden que una nación es un proyecto común, les crea —como diría Ortega— una España sembrada de amor y de indignación, entre esas dos Españas: «una España oficial» ( la de los irresponsables) y «una España vital» (la sincera y honrada).