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Publicado por
Ángela Franco Mata Departamento de Antigüedades Medievales del Museo Arqueológico Nacional
León

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He recibido la luctuosa noticia del fallecimiento de don Antonio. Al tomar el teléfono y saber que venía de San Isidoro, no hizo falta que me dijeran nada más: lo supe en seguida, pues he seguido su enfermedad, con ingresos y altas en el hospital, y que se ha ido agravando progresivamente hasta desembocar en el triste desenlace. Don Antonio ha sido alma mater de San Isidoro, una institución de reconocido prestigio internacional, pero por encima de todo, un hombre bueno, que contribuyó desde su buen humor y fina ironía a crear un ambiente cálido y positivo en torno suyo.

Conocí a don Antonio Viñayo en el ya lejano año 1966, cuando daba mis primeros pasos en la investigación, con la memoria de licenciatura Escultura funeraria en León y provincia. La colegiata de San Isidoro era imprescindible de estudiar por los monumentos sepulcrales y la numerosa serie de lápidas sepulcrales que atesora. Posteriormente, la tesis doctoral también sobre tema leonés, pero cifrado en la escultura gótica, supuso otra etapa de ayuda desinteresada por su parte, propia de las personas sabias, y tuve la oportunidad de conocer bajo su guía las capillas funerarias emplazadas en el claustro. Desde el primer momento, como siempre hizo, me recibió con su característica amabilidad y sentido del humor, dejando caer «florecillas» de su saber enciclopédico, que dejó constancia a lo largo de su dilatada actividad profesional. Guardo con enorme gratitud los libros y artículos, que me ha ido regalando a lo largo de los años. Muchos de ellos están dedicados a la basílica y su panteón real, y al gran santo visigodo Isidoro, por el que sentía especial veneración, como por Santo Martino. Sus estudios sobre este santo leonés son modélicos y muy hermoso el compartido con Etelvina Fernández, que analizó el aspecto artístico en la obra titulada Abecedario-bestiario de los Códices de Santo Martino, León, 1985. Sobre los dos santos versó su magnífico discurso en su ingreso como académico de número en la Real Academia de Doctores (1998), en Madrid, que llevó por título El misterio eucarístico en la doctrina de San Isidoro de Sevilla y Santo Martino de León . De su pluma salieron más de cincuenta libros, tocando temas de historia medieval de León y provincia, santuarios marianos, entre otros.

Aunque don Antonio ha sido objeto de numerosos homenajes y acreedor de diversos premios y condecoraciones, no pude resistirme a acudir desde Madrid a la ceremonia de su nombramiento como doctor «honoris causa» por la universidad de León y felicitarlo efusivamente. No era más que un merecido pago a la extraordinaria labor en todos los campos de nuestro egregio e ilustre leonés.

En 1987 el Ayuntamiento de León tuvo la feliz idea de reproducir las obras más representativas medievales leonesas en el Museo Arqueológico Nacional, con destino a cubrir de alguna manera los huecos que en su día dejaron en San Isidoro, y por cuya recuperación de los originales tanto batalló don Antonio. Fui invitada a pronunciar una conferencia sobre estos objetos, que publiqué en dicho año, y sobre los que he vuelto en estudios posteriores. Don Antonio, con su proverbial generosidad, me invitó a hospedarme en la basílica, y me dijo con énfasis: «Ángela, aquí han dormido altos dignatarios, así que mira qué importante eres». Lo miré con cara de guasa y nos reímos de su comentario. Fue en dicha ocasión cuando lo conocieron mis padres, que me acompañaron en el evento y compartimos con él una agradable cena. Conservo en lo más hondo de mi corazón el apelativo que acuño para mí de descubridora del tesoro de San Isidoro y la monarquía leonesa, en base al artículo El Tesoro de San Isidoro y la Monarquía Leonesa, Boletín del Museo Arqueológico Nacional, t. IX, n. 1 y 2, Madrid, 1991, pp. 34-68, uno de los estudios que realicé con más amor, pues contiene la obra de eboraria más hermosa del siglo XI, el Crucifijo de Don Fernando y Doña Sancha. En una ocasión me preguntó: «Ángela, tú le rezas al Crucifijo», a lo que contesté sorprendida: «No, don Antonio». Desde entonces he orado ante él. He vuelto sobre el tema en mi reciente publicación Arte leonés fuera de León (s. IV-XVI), León, EDILESA, 2010, cuyo primer ejemplar le regalé y que recibió con sumo placer en la residencia, donde vivió los últimos años. Como no podía ser de otra forma, fue presentado en San Isidoro.

Cuando en el 2003 fue aceptada su renuncia del abadiato de San Isidoro, cargo que ostentó desde junio de 1971, ya con achaques que le aquejaban, en una de mis visitas me recibió en la biblioteca de la basílica y me confesó encantado que ahora tenía todo el tiempo del mundo para leer todos los libros que eran de su interés específico. No tuvo mucho tiempo, pues los problemas de salud se fueron agravando, y las dificultades motrices cobraron cada vez más fuerza. Una de las últimas salidas fue cuando varios amigos nos reunimos con él a comer en un restaurante cercano a la basílica; una vez más mostró su gracejo en la narración de anécdotas vividas en diversas ocasiones de su vida, y aceptaba con gran humorismo sus limitaciones de movimiento.

Hablamos bastante por teléfono a lo largo de los años y particularmente durante su enfermedad. Yo trataba de contribuir a entretenerlo con el envío de artículos que me confesaba leía con placer. Su fiel hermano don Manuel le acompañaba constantemente y él era nuestro enlace cuando no podía hablar, porque estaba descansando.

Descanse en paz, don Antonio, gracias por todo y ruegue por nosotros desde el cielo.