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León

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M uchas veces cuando hablan los políticos el ciudadano común es incapaz de distinguir una hache de una uve o de un asterisco. Y no es extraña la confusión si como estos días se escucha a los jerarcas del socialismo leonés a propósito de la condena del alcalde de Carucedo, Clemades Rodríguez, por agredir a un vecino. Frente a los que propugnan la solución final rápida para el regidor como pequeño signo de regeneración de la imagen del PSOE, surgen las voces de otros que todavía defienden que el sheriff de Las Médulas es víctima de una persecución judicial instigada por aquellos que no han sabido derrocarle en las urnas nada menos que a lo largo de los últimos treinta años.

Invocar la legitimidad de la voluntad democrática de Clemades es de dudosa moral —incluso en política— para justificar la gestión de CR 30 en torno al paraje Patrimonio de la Humanidad, del que con la anuencia del partido ha extraído oro de los guijarros áridos que tejieron el oscuro imperio de algún empresario ahora en el ocaso. Tampoco parece que las urnas le puedan conceder el derecho a convertir un lago en una letrina o a favorecer con sus proyectos y mandatos el bienestar de unos u otros parroquianos en función de la presunción del color de su voto. Pero aún podría interpretarse que todas esas decisiones, mientras la justicia no demuestre lo contrario, se inscriben dentro de un supuesto programa de gestión y de la capacidad ejecutiva que debe reconocérsele a un edil que lleva tres décadas gozando del aval de sus administrados.

Lo que es inamparable bajo la soberanía popular, por mucho que se empecinen algunos cargos orgánicos del PSOE para no expulsar fulminantemente a CR 30, es su derecho a zurrar a todo aquel convecino que ose contradecirle. En la senda que muchos socialistas creen que se debe seguir como alternativa creíble a la degollina del PP, los cargos que encarnan la imagen del eslabón perdido entre Atapuerca y Las Médulas deberían estar de sobra. De lo contrario en Carucedo, los próximos comicios, el PSOE debiera incluir en sus carteles sólo el puño huérfano de petálos, reconocer en su programa la facultad del burgomaestre de torturar a la plebe díscola, y como jingle electoral relanzar el « En que te di el primer zurriagazo» (Pajares/Esteso). Al menos sabríamos a qué atenernos.

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