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Quienes, como el que suscribe, creemos en el valor del acuerdo entre las fuerzas políticas en temas sustanciales, no podemos dejar de felicitarnos por el abandono —¿por cuánto tiempo, ay?— del lenguaje guerrero entre el Gobierno y el principal partido de la oposición. Y es que hay factores, como las ya menos que educadas «sugerencias» de la Unión Europea al equipo Rajoy para que «de una vez» haga sus deberes, que sirven para aglutinar el orgullo patrio; puede que Europa acierte o se equivoque en sus recomendaciones, pero lo cierto es que el margen de un Ejecutivo nacional frente a la Comisión Europea adelgaza hasta quedar en casi nada. No menos cierto es que España es un país que aguanta con dignidad los sacrificios que le imponen sin que, por cierto, entienda muchas veces las razones. Y, así, aun ante la sospecha de que las soluciones que se arbitran desde fuera para nosotros son ineficaces o claramente malas, hay que acatarlas.

Quizá por eso, la mano tendida de Ru-balcaba a Rajoy y la tibia aceptación —o no...— de Rajoy a esa mano, explicitada en la sesión de control parlamentario del pasado miércoles. Me parece que, de consolidarse estos presentimientos de pacto más o menos explícito, tendríamos una buena razón para felicitarnos todos. Y para desear que el consenso se extienda a otras fronteras más allá de la UE. Por ejemplo, a América Latina, que sigue siendo zona vital para los intereses económicos, culturales y sociales de los españoles. Pienso que se hace cada día más necesaria una ofensiva diplomática hacia los países latinoamericanos, una ofensiva que vaya más allá de las cumbres, de algunas visitas de nuestros representantes o de recibir a mandatarios latinoamericanos, como ahora el uruguayo Mujica, con el calor y el afecto que sin duda merecen. En este sentido, pienso que la Secretaría General Iberoamericana (Segib) desarrolla una importante labor, que debería estar incluida (y no lo está) en el consenso sobre política exterior de los dos grandes partidos.

Y, ya que hablamos del tema: no resulta conveniente, en aras de ese consenso, que algunos diplomáticos que ocuparon puestos relevantes con gobiernos anteriores sean abandonados en «el pasillo» sin que se les hayan conferido nuevas responsabilidades; ha sido el caso, por ejemplo, del ex secretario de Estado del Ministerio, Juan Pablo de la Iglesia. Afortunadamente, parece un caso aislado; el indudable buen talante del ministro, José Manuel García Margallo, parece poco proclive a vendettas que sí fueron moneda corriente en el pasado. Pero, ahora, la marca España, que, por cierto, sigue sin acabar de funcionar, exige unidad por encima de todo. No podemos perder ni un minuto en otros debates que no sean los de signo constructivo ni se pueden desperdiciar energías en limpiezas ideológicas. Se agota el tiempo para mostrar ya al mundo que España sigue siendo, en efecto, un gran país.