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JOSÉ A. BALBOA DE PAZ
León

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Mi relación con los hermanos Esteban y Eugenio de Paz se remonta a bastantes años atrás. Pese al apellido común, no hay entre nosotros parentesco alguno. Mi apellido proviene, hasta donde soy capaz de remontarlo, de Murias de Rechivaldo, al lado de Astorga. El suyo del Páramo, desde donde sus antepasados vinieron al Bierzo y, tras algunas vicisitudes y andanzas por Matarrosa, se establecieron en Noceda donde crecieron y multiplicaron. La familia de Paz de Noceda goza de enorme consideración en la zona y sus vástagos se extienden hoy por España y Argentina.

Mi relación con estos de Paz, especialmente con Esteban, tiene que ver con la minería. Son las dos personas que mejor conservan la memoria de la historia minera del Bierzo del pasado siglo. Esteban, casado con una Casero, suministró durante muchos años todo el material eléctrico de las minas, lo que le permitió conocerlas de primera mano, sus dueños y trabajadores, empaparse de esa cultura y entrar en el negocio de la minería del carbón. Eugenio fue en los años cincuenta, cuando el Wolfram volvió a interesar a los americanos embarcados en la guerra de Corea, el administrador de las minas de la Peña del Seo, que Francisco González explotó de forma moderna y racional. Cuando escribí el libro sobre el Patrimonio Industrial de León fueron una fuente muy rica en información.

El pasado 7 de julio me invitaron a la comida que, con motivo de su 92 cumpleaños, celebraron ambos gemelos en Noceda, rodeados de más de setenta familiares, entre hijos, nietos, hermanos (aún viven varios de los 14 que fueron) y sobrinos. Entre las palabras de los asistentes fueron muy emotivas las de José Álvarez de Paz, que durante años fue diputado socialista por León, recordando a sus abuelos, la vieja casa familiar, donde todos, vecinos y forasteros, eran acogidos y atendidos solícitamente, y a sus numerosos tíos, con palabras de cariño hacia ambos hermanos; también las de su prima Victoria que evocó el sentimiento cristiano que animaba a su familia.

La historia oral, que tanta tradición tiene por ejemplo en Inglaterra, ha sido poco cultivada entre nosotros, apegados a las fuentes escritas que gozan de más prestigio. Sin embargo, ante personas como Esteban y Eugenio que, pese a la edad, conservan una memoria tan prodigiosa, uno deplora el poco uso que se hace de esta fuente, y se rebela de que ninguna institución grabe sus recuerdos (ellos sí tienen memoria personal de aquella historia). Es esta una memoria viva, no la de las estructuras históricas, a veces tan frías, sino la de las personas que las sufrieron o las disfrutaron. Esta memoria permite entender aspectos que, de otro modo, se hacen ininteligibles y a la que anima el calor de sus protagonistas. Todavía estamos a tiempo de recuperar esa memoria y convertirla en nuestra historia.

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