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Publicado por
ROBERTO ARIAS F
León

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Me acerqué la madrugada del pasado domingo a las fiestas de un pueblo del Bierzo cuyo nombre no pronunciaré, pero que resultaría bien sencillo averiguar. En todo caso, mentarlo sólo serviría para bautizar con identidad propia lo que lamentablemente se ha convertido en un lugar demasiado común en las celebraciones de verano de la mayoría de los principales pueblos de la provincia. El parque situado al lado de la pista de los autos de choque era un borbotón adolescente entre el que no resultaba fácil distinguir a los menores de edad. Aunque juraría ante notario que eran legión y no me equivocaría ni un ápice. Lo que si resultaba más que palmario era que un porcentaje excesivo de la peña —no diré la mayoría— transitaba por el asfalto y las zonas verdes, ya quisiera yo que con la mitad del sentido de la orientación que los coches locos que circulaban por el carrusel aledaño... ¡Muchísimo, pero que muchísimo más atolondrados!, meneando los cachis de colores con la alegría inusitada de quien sólo tiene que preocuparse al día siguiente de a qué hora a partir de las tres de la tarde le vendrán a sacudir las sábanas para levantarse o de cuántas dosis de paracetamol será preciso zamparse para atenuar la resaca.

El olor a alcohol, como si estuviéramos llegando a las puertas de una destilería o de un concesionario de B arón Dandy , fluía por la calle todavía bastante antes de llegar a la plaza del parque. Asaltaba la pituitaria unos doscientos metros antes de alcanzar el hervidero de bebedores y de repente lo impregnaba todo. Apenas rastro del tradicional aroma de la fritanga de los churros, del azúcar quemada de las nubes de algodón, de las manzanas de caramelo; ni tan siquiera de la sobrecarga del aliño de los pinchos morunos o de los pollos asados churrascándose al lado. Ahora las fiestas de los pueblos, llámenme carcamal, hieden a botellón desmesurado; a destilería.

Afortunadamente los viejos siempre disponen del recurso del avestruz. Meter la cabeza entre el edredón aguardando ansiosos la llegada de los chicos sanos y salvos sin querer contemplar la cruda realidad en la que navegan o bien consolarse en la incierta seguridad de que los diez euros a mayores que les han liquidado a los chavales antes de salir los emplearán realmente en regresar en taxi y no se jugarán la vida en el carro de algún colega perjudicado. ¡Menos mal que era la noche de San Cristóbal!