Manuel Garrido
Esplendor en las hojas
Ahora es el tiempo en que fermenta el mosto en las profundas bodegas, allí donde el silencio vela, señor de la penumbra, sobre esa divina somnolencia crónica que precede al despertar de un Baco transfigurado y omnipotente. Ahora es también el tiempo de sorprender por valles, suaves colinas y laderas el esplendor, no de la hierba, donde lo vio el poeta junto a la gloria de las flores, sino de los pámpanos incendiados que un día verdes cobijaron los dulces racimos prietos.
Hace ya más de 30 años el profesor Valentín Cabero dibujó el espacio agrario cabreirés, su distribución, características y organización, en un estudio magistral que debe ser contado entre los dos mejores libros sobre Cabrera: Espacio agrario y economía de subsistencia en las montañas galaico-leonesas: La Cabrera. Ya el título mismo adelanta la razón del cultivo de la vid en tierras que no parecerían las más adecuadas. Lo cierto es que, dejando al margen a la Cabrera Alta —municipio de Truchas— por evidentes razones de altura y clima, en las laderas soleadas de todo el valle del río Cabrera, casi desde la misma cabecera hasta la desembocadura en el Sil, incluidos los valles laterales de su izquierda, lucieron las vides durante siglos. Por recordar los puntos más extremos, hubo viñas en Forna a más de 1.200 metros y en Silván a pocos menos, así como en La Baña, en la cabecera que decía, donde la última viña desapareció hace en torno a los 30 años. A medida que la cota desciende al ritmo en que lo hace el mismo valle, la calidad del vino mejoraba, desde el agriete de todo el municipio de Encinedo, que ponía visajes extraños en la cara del bebedor desprevenido, hasta el que va ganando cuerpo y sabor de las tierras a partir de Odollo. En el valle lateral que baja desde Silván había un amplio terrazgo, ahora en franca merma y retroceso, todo él dedicado a viñedo en el pueblo más bajo, y precisamente del vino de este pueblo se decía para encomiarlo que «por donde vai mueya»; el pueblo, ya lo canta la rima, es Sigüeya.
El origen del cultivo, afirma el profesor, en zonas no muy propicias y además tan costosas de trabajar, hay que verlo ligado a la presencia de los primeros monjes que se establecieron aquí ya en el siglo X. Fue entonces cuando un grupito fundó un pequeño cenobio en el valle del lago de La Baña, en un lugar por ellos nominado Intranio (hoy Entraño) o Entrerríos. Llevados de su ideal de vida en fraternidad, cultivaron la alabanza divina y las rugosas vides, cuyo zumo vehemente redundaba en aquella. Años después muchas tierras cabreiresas siguieron ligadas a cenobios más grandes, como el de San Pedro de Montes, cuyos abades favorecieron este cultivo e incluso impulsaron nuevas plantaciones. Así pasaron los siglos hasta que la invasión de la filoxera acabó con todas. Pero después, superada la epidemia, fueron repuestas hasta alcanzar y aun superar la exuberancia de antaño, de modo que, como decía, todos los pueblos tenían su viñedo. Y ahí siguieron otros muchos años hasta la aparición de un factor ya no externo de nueva y seguramente definitiva ruina: la emigración, que empezó a mediados del siglo pasado y terminó al final del mismo en una Cabrera despoblada. Así es como fue creciendo el espacio inculto y disminuyeron los cultivos, incluida la viña, cuya desaparición ya es total en el municipio de Castrillo y casi en el de Encinedo, mientras que en el resto languidece.
De modo que solo nos queda dirigir una mirada melancólica hacia esas laderas donde un día florecieron las vides, siquiera para imaginar la gloria de sus hojas incendiadas y consolarnos al evocar, incluso murmurándolas, aquellas otras alabanzas, distintas a la divina, que otros hombres en otras latitudes lejanas, pero contemporáneos de los cenobitas colonos de estos valles, compusieron con espíritu alegre en una peligrosa proximidad con algún himno litúrgico; como aquella que empieza: «Vinum dulce gloriosum», y dice «Vinum forte, vinum purum, / reddit hominem securum» (vuelve a un hombre más seguro); y también que aclara la mente, y hasta la agudiza (quizá para compensar la visión borrosa de los ojos), ahuyenta el frío, pinta en la cara buen color, y ya en la cumbre de la gloriosa letanía, quita las penas.