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Publicado por
León

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Hablar de monos y pensar en Darwin, para mí es todo uno. Creo, incluso, que es una de esas conexiones reflejas que hacían salivar a los perros de Paulov y que tanto han dado que hablar en los círculos científicos. Sir Charles Darwin, además de ser un visionario —que navegó por el mundo con los ojos y la mente bien abiertos, siendo capaz de ver e interpretar lo que nadie hasta entonces, increíblemente, había visto ni interpretado, es decir, la evolución de las especies a lo largo del tiempo a través de la selección natural—, tengo entendido que fue un hombre de natural afable y de flemático sentido del humor, caracteres que bien podrían deducirse de sus retratos, desde los que siempre nos observa con mirada serena y longa barba blanca.

Se cuenta como anécdota propia de una tarde de té, la apreciación que hizo una de aquellas damas victorianas y puritanas cuando escuchó que Darwin afirmaba que «la diferencia de mente entre el hombre y los animales superiores, por muy grande que sea, es ciertamente de grado y no de tipo» —es decir, uno de los coralarios que se deducían de su tesis de que el hombre provenía del mono—. Esta señora —que imagino con moño recogido y alto—, reflexionó al respecto y en voz baja: «Confiemos en que lo que dice Míster Darwin no sea cierto, pero si lo fuera, esperemos que no se sepa de manera general»

No le faltaban motivos a esta representante de la sociedad biempensante para temer que se supiera de manera general que el mono es nuestro antecesor. Estoy convencido de que en toda la Historia de las Ideas, sin duda, esta ha sido la más revolucionaria, al menos la que mejor y más precisamente nos ha puesto en nuestro lugar.

Y ya que hablamos de Darwin y de monos, permítanme traer hasta esta tribuna el estudio llevado a cabo por un equipo de científicos de la Universidad de Princeton. Estos señores han concebido y realizado un experimento con monos tití, que ha consistido en grabar la «conversación» entre dos titíes, sentados cada uno de ellos en esquinas opuestas de una habitación. Los animales, separados por una cortina, se podían oír pero no se podían ver el uno al otro. Después de que uno de estos diminutos monos gritara a modo de llamada, el otro esperaba unos segundos antes de responder. Los científicos sugieren que esto puede ser así, porque los sonidos que emiten quizás contengan información que exige de un tiempo para ser asimilada por el mono que escucha. Quizás podría encontrarse en ello una pista sobre el camino evolutivo seguido hasta llegar a nuestro propio «turno de palabra» en las conversaciones entre humanos. Sin embargo, la razón de estas educadas pausas entre turno y turno de «palabra» podría ser mucho más simple y al mismo tiempo ilustrar el fundamento de nuestro modo de comunicarnos, que consiste en hablar, pero también y quizás más importante, en escuchar.

Esta conversación educada entre dos titíes, que se respetan hasta el punto de que uno no habla hasta que ha escuchado lo que ha dicho el otro y se ha tomado unos segundos para saber qué es lo que le ha dicho y en función de eso responderle, me lleva a pensar que quizás, el señor Darwin, se quedó corto con su teoría, corto en el recorrido intelectual que debía describir la vida de la especie humana en el planeta Tierra. Hay indicios para aventurar la hipótesis de que, tras una evolución de miles y miles de años, no es descartable que haya llegado el momento de la involución. Vamos hacia atrás. Estamos desandando. Basta comparar los modales de estos monos, con lo que se encuentra uno cuando enciende la radio o la televisión y para desgracia es hora de tertulia. El resultado es demoledor para los humanos. No hay tertuliano que respete el turno. Ocurre lo mismo en los parlamentos —lugares consagrados al diálogo, a acordar mediante la palabra—, lo mismo sucede en los claustros de profesores, en las asambleas, en los bares entre amigos y también en la cocina de casi todas las familias. Nadie se salva. Yo me acuso el primero.

Pero lo grave no es que se hable a voces, lo malo no es que se interrumpa —aunque no es nada educado interrumpir—, lo deplorable es que el hablar alto y el interrumpir sólo son síntomas de una enfermedad social mil veces más devastadora: no escuchamos. No escuchamos, no. No escuchamos porque nos importa poco lo que quieran explicarnos, porque nos importa un pito lo que diga el otro, porque nos importa un rábano la opinión del prójimo. Y como nos da igual lo que nos diga, debemos interrumpirle sin cuidado, porque lo único que importa es lo que nosotros opinemos, lo único interesante es lo que nosotros pensamos, lo único realmente decisivo es lo que nosotros tengamos que decir. Y si esto es así, vale todo, dar voces e interrumpir también, por supuesto. Todo sea por que el mundo sepa qué opinamos.

Ya nos lo advertía Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare: «¡Oh, raciocinio, has ido a refugiarte en los irracionales, porque los hombres han perdido la razón!». No soy biólogo, ni antropólogo y no sé si esta involución tiene remedio, si estamos todavía a tiempo de rectificar. De lo que estoy seguro es de que si queremos de verdad regresar a la buena senda, el único camino para ello es el que nos ofrece la educación. Aprendamos entonces, aunque sea de los monos. Me despido con esta reflexión del genial José Luis Cuerda: «En esto de la evolución debieron tirar para hombres los monos más tontos, los que más necesitaban de las cosas». Tal vez deberíamos hacérnoslo mirar.