LA SEMANA
¿Dónde estaríamos ahora sin la crisis?
Aunque la crisis sea penosa, sobre todo para un segmento amplio de la ciudadanía que merece mejores condiciones de vida, es un buen ejercicio preguntarse donde estaría España hoy de no ser por la llegada inesperada de las dificultades. Con probabilidad tendríamos algunos aeropuertos más, aunque sin aviones, algunas universidades nuevas medio vacías, otros cien másters de postgrado con diez alumnos de media y casi un millón de viviendas nuevas a sumar al millón que quedaron embarrancadas.
Por fortuna, aunque cueste decirlo ante tanto sufrimiento injusto para muchos, la crisis detuvo aquella locura. Los sucesivos gobiernos populares de la Comunidad Valenciana hubieran seguido alimentando el monstruo de Canal Nou con más empleados que todas las televisiones privadas de España juntas; habría seguido encargando edificios a arquitectos fantasiosos aunque su destino y uso no estuviera claro y endeudando las administraciones hasta lo insoportable.
«Un día, en el puerto de Vilanova i la Geltrú le pregunté a un viejo pescador por qué el mar estaba tan revuelto», recuerda Jordi Pujol. Y el pescador le respondió: «Mire president, es que el mar a veces, él solo se purga y las playas se ensucian con la porquería que ha expulsado». El mar se purgara solo pero España hace cinco años no parecía ofrecer síntomas de que fuera a purgarse. Ha tenido que ser la crisis la que limpiara a la fuerza ineficiencias, despilfarro y corruptelas. Queda mucho por hacer, qué duda cabe, pero ya hay algunos resultados de la contención. El gasto sanitario se ha reducido considerablemente a base de identificar escapes presupuestarios innecesarios, además de recortes salariales dolorosos. En Galicia, por ejemplo, se ha reducido sensiblemente el número de personas que tomaban más de quince medicinas distintas cada día. En el País Vasco se combate la sobremedicación y la mala utilización de fármacos que generaba en urgencias el cuarenta por ciento de los ingresos. En Castilla La Mancha la factura de la sanidad se ha reducido, según fuentes oficiales, en setecientos millones de euros al año. Y así sucesivamente.
España iba mal, de cabeza al precipicio del déficit y deuda, mientras los discursos oficiales de los gobiernos, empresarios y medios proclamaban lo contrario. José Luis Rodríguez Zapatero reconoce ahora que le costó aceptar la crisis evidente. Reduce la estimación de su retraso a cinco meses. Solbes habla de un año y Manuel Pizarro, que lo veía venir, no fue escuchado ni siquiera por su partido, el PP. Ahora es tiempo de volver a construir después del accidente y de seguir la recuperación con perseverancia.
La pena es que, además de lo que se está soportando, una parte importante de la refundación, de los recortes y de los reajustes de personal se estén haciendo con malas prácticas y con sectarismo manifiesto. Que había que reconvertir Canal Nou, nadie puede negarlo pero no se trataba de cerrarlo cortándole la luz con los técnicos escoltados por la policía. La televisión autonómica valenciana vivió el pasado viernes por la mañana unas escenas que jamás podrán olvídarse. A la tristeza del cierre de un medio de comunicación, que es como apagar una luz con alto riesgo de contagio, se sumó la ultima entrevista significativa: por primera vez en siete años entró en un plató de aquella casa la presidenta de las víctimas del accidente del metro en Valencia que en 2006 se cobró más de treinta vidas sin que nadie se haya responsabilizado de la catástrofe. Francisco Camps nunca recibió a las víctimas, ni por compasión, y su televisión Canal Nou, jamás entrevistó a los familiares. Que la crisis purgue los despropósitos es conveniente pero también que acabe una época de despotismo, despotismo ni siquiera ilustrado.