TRIBUNA
Los pros y los contras de don Tarsicio
D on Tarsicio Carballo Gallardo tiene todo el derecho a no querer ser leonés, como comer cualquier cosa que le deje satisfecho. Y como aquella Agustina que no quería ser francesa, sino capitana de la tropa aragonesa. Incluso a costa de quedar náufrago solitario en su islote berciano. Pero, mire usted, don Tarsicio, ¿y si los de Trabadelo quieren ser gallegos; los de Cacabelos sólo cacabelenses; los de Oencia sientan indiferencia; que a los de Sobrado les dé de lado; que a los de Canedo les importe un bledo; y los de Ponferrada no quieran saber nada de nada? En la reducción a sí mismo como ultraberciano sin compaña, me recuerda la inscripción aparecida en el nada decoroso lugar para la excelencia de exaltaciones patrióticas, como la puerta de un retrete en la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca, donde se sucedían de arriba a abajo los siguientes mensajes: ««¡Esto no es España!, ¡Castilla y León nación, ya!». «¡León sin Castilla es una maravilla!». «¡Zamora ahora, León otrora!». «¡Abajo el imperio zamorano!, ¡aúpa Sayago!». «¡Muera Sayago!, ¡viva Cozcurrita!». Además de la reducción, que puede llegar hasta el absurdo, el nacionalismo, sea grande, chico o insignificante, como dijo George Santayana, «es la indignidad de tener el alma controlada por la geografía».
Pero peor que lo suyo es lo mío, don Tarsicio. Con tanta fuerza y deseo como la fobia antileonesista que vuesa merced rezuma, quisiera haber nacido yo, ni berciano ni leonés, sino con rabo para espantar las moscas en el verano. A poder ser, percherón, y natural de Carbajal de la Yegua. Pero, he aquí, que, sin consultarme, me nacieron y arrojaron a este perro mundo como humano, y por eso sufro de cancamurrias y almorranas, véome en el espejo más feo que una procesión de lagartos cojos y azótanme los sentidos todos los días un sinfín de noticias de calamidades y atrocidades entre los mortales ¡Qué le voy a hacer! No vale de nada refunfuñar contra el destino.
Hombre de pro, no impide a don Tarsicio echar toda su inquina e improperios contra Promonumenta, porque los «pros» quieren salvar de la ruina el castillo de Sarracín, como limpiaron antes y desinteresadamente de cazcarrias y malezas el Monasterio de San Pedro de Montes, los canales romanos de La Cabrera y otras muchas hacenderas y movimientos reivindicativos en pro del patrimonio de toda la provincia leonesa, fuera de sus límites e incluso en Portugal. Ha dicho don Tarsicio, según un suelto de este Diario, que antes de salvadores como los de Promonumenta prefiere condenarse en el olvido. ¡Pero, voto a bríos, don Tarsicio, no diga vuesa merced tal cosa contra su propia causa y contra Promonumenta, no sea usted mendrugo! ¡Qué culpa tendrá de los odios y fracasos de vuesa merced esta benemérita asociación acogida, con único y humilde refugio, en una cocina que lo fue del antiguo Colegio de Huérfanos Ferroviarios, sin más ingresos que los que aportan las cuotas de sus entusiastas asociados! Es como despreciar al Mesías por haber bajado a la Tierra con lo puesto desde su trono de gloria a salvarnos y redimirnos de nuestros pecados. ¿Es acaso preferible que el castillo de Sarracín se desmorone por completo para que vuesa merced y correligionarios, si los hubiere, vayan a lagrimear o hacer otras cosas menos decentes sobre sus ruinas? Mire, don Tarsicio, al mayor ultrasoberanista e hiperindependentista catalán, que culpa a España de todas sus desdichas en el simposio «España contra Cataluña, una mirada histórica», no le ha dado ningún asco que el AVE le llegue todos los días desde Madrid.
A ser verdad lo de ese suelto anónimo, culpa también don Tarsicio al leonesismo y su principal representante, Promonumenta, de la sustracción del importante bronce de Bembibre o Edicto de Augusto, como última maravilla robada a los bercianos a lo largo de la Historia por los expoliadores, saqueadores y descuideros leoneses representados por esa cazurra asociación. No, don Tarsicio, los únicos anhelos de sustracción de Promonumenta, desde el pringoso tugurio devenido a sede, son arrancar de las mentes el desinterés por su pasado y la defensa de sus bienes patrimoniales y culturales.
Por otra parte, tal joya arqueológica encontrada en 1999 en las inmediaciones de Bembibre y reconocida en su autenticidad como el documento más antiguo que se conoce del pueblo astur, no debe estar ni el Museo de León ni en el de Bembibre ni en el de Ponferrada ni en Valladolid ni en Madrid ni en ninguna otra reserva arqueológica. Porque, si usted fuese consecuente defensor de la tierra que habita, estaría pidiendo a gritos que esta placa volviese al lugar de donde vino, al sagrado subsuelo donde se encontró, sea el castro de Matachana, el municipio de Castropodame, el yacimiento arqueológico de San Román de Bembibre o la localidad de Viñales.
No vale la pena, don Tarsicio Carballo Gallardo, emberrincharse tanto por una pretendida patria chica, se lo dice con todo el cariño un hermano con orígenes en Columbrianos. Ser leonés o berciano, como siciliano o vietnamita, por suerte o por desgracia, es contingencia fruto del amor de nuestros padres, caprichos de la diosa Fortuna, azar o circunstancias. ¡Qué le vamos a hacer, si hemos nacido leoneses, aunque no lo queramos ser! De modo que, don Tarsicio, no saque las cosas de quicio despotricando contra un gentilicio que se le ha atragantado a vuesa merced en el gaznate como un hueso de aceituna. Leoneses y bercianos, primos y hermanos, ¡pues claro!, como cepedanos y parameses, lacianos u omañeses, maragatos y cabreirenses… Que al fin y al cabo del tránsito existencial entre dos inscripciones en el Registro Civil no daremos más que pena dentro de una tumba y alguna novena. Recapacite, don Tarsicio, que no estamos ya para catilinarias ni polémicas, sino para sopitas y buen vino…, del Bierzo, como no, como también Prieto Picudo y demás caldos de la tierra.