Diario de León

TRIBUNA

A la muerte de un buen alcalde de León

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Mario Díez-Ordás Berciano
León

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En la valoración del pasado se demuestra la altura moral de cada generación. A la nuestra le ha tocado vivir un tiempo en el que todo el mundo es demócrata —faltaría más—, pero incluso con efectos retroactivos, de forma que se pretende aplicar los criterios éticos y jurídicos actuales a épocas pasadas en las que su puesta en práctica era sencillamente inviable, y así la «corrección política» nos ordena renegar y abjurar de todo lo que pueda asociarse con el régimen de Franco.

En ese ejercicio de ceguera histórica corremos el peligro de cometer grandes injusticias con aquéllos que durante los años de dicho régimen trabajaron desde puestos públicos por el bien de sus conciudadanos, ajenos a banderías y sin más sujeción que la que les imponía el estrecho ordenamiento jurídico de la época. A este convencimiento he llegado con ocasión del fallecimiento el pasado 12 de diciembre de don Manuel Díez-Ordás, mi querido tío, alcalde que fue entre septiembre de 1973 y febrero de 1976 de esta desmemoriada ciudad de León, tan amiga de devorar a sus propios hijos cual Saturno.

Le tocó desempeñar este ilusionante cometido en unos tiempos en que las corporaciones locales eran consideradas como menores de edad y carecían de los recursos mínimos necesarios para ejercitar con dignidad las escasas competencias que la legislación les atribuía, hasta el punto de que los cargos municipales por entonces respondían a su etimología y suponían auténticas cargas para quienes los desempeñaban. Cuántos viajes a Madrid hizo el alcalde Díez-Ordás pagados siempre de su propio peculio para intentar traer a León logros que ahora nadie le reconoce: los semáforos de la ciudad (aunque parezca mentira, hasta entonces el ya denso tráfico de León lo regulaban unos simpáticos policías municipales con casco blanco subidos en pequeños templetes que les convertían en personajes propios de una zarzuela); la ordenación del tráfico mediante isletas pioneras en España y que aún hoy permanecen, a las que el gran Victoriano Crémer bautizó como «las cagaditas del señor alcalde»; la construcción del Mercado Nacional de Ganados, por entonces el mejor de España, en el que otros colgaron la placa de sus vanidades, obra ganada por el empeño del alcalde veterinario y que sacó del casco urbano una actividad insalubre para dar espacio al futuro Parque de los Reyes; la reforma del Paseo de Papalaguinda tras años de abandono; y tantas otras consecuciones dentro de los estrechos márgenes de maniobra de aquel pequeño Ayuntamiento.

Manuel Díez-Ordás fue también Procurador en Cortes por los municipios de León desde noviembre de 1973 hasta su disolución el 30 de junio de 1977, período en el que fue testigo y actor de hechos trascendentales de nuestra historia, para cuyo buen fin puso su granito de arena, como en la votación de la Ley para la Reforma Política que daría lugar a las primeras elecciones democráticas, tras la petición de ayuda que le dirigió telefónicamente Adolfo Suárez.

El asimismo vicepresidente de la Diputación, fundador de Alianza Popular en León, jefe provincial y regional de Ganadería, inspector-jefe del Ministerio de Agricultura en la cuenca del Duero, comendador de la Orden del Mérito Agrícola y presidente de la Caja Rural Provincial de León durante largos años —hasta su compra por Caixa Galicia—, a la que tanto debe el campo leonés, fue también dueño de una gran socarronería, tan amigo del gobernador Laína como del Niño de Santamaría y protagonista de desternillantes anécdotas, como la redada de autoridades en la timba de chapas y bacarrá del Cantábrico de la noche de Jueves Santo de 1976, en la que, siendo el único aforado de los presentes, su hombría de bien le impidió abandonar el cuartelillo hasta que no fuese liberado el último de los camareros detenidos (por cierto, mi tío siempre me negó que estuviera jugando y me aseguraba que había caído por allí después de la Ronda para tomarse una copa con sus amigos, en una noche de augurios en la que, como ahora, la Cciudad no dormía).

Hijo de guardia civil y maestra nacional, perteneciente a una generación forjada en la posguerra con un esfuerzo que hoy sólo podemos imaginar, ganó a sangre y fuego dos oposiciones (una de ellas, la del Cuerpo Nacional Veterinario) que le permitieron, cuando su tiempo pasó, abandonar los cargos públicos igual que llegó, en silencio y ligero de equipaje.

«Quiero que mi gestión sea equilibrada, realista, dejando a un lado intereses privados y buscando únicamente objetivos que hagan posible alcanzar los logros de una vida más justa y más digna en nuestra ciudad», dijo en su discurso de toma de posesión como Alcalde de León. No parecen las palabras de un sectario. Sólo mi admirado Pedro Trapiello se ha acordado públicamente de él en la hora de su muerte. Hizo mejor esta ciudad, esta provincia y la vida de los que le rodearon. Pero sé que la próxima calle se la dedicarán a la Pantera Rosa.

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