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Publicado por
JESÚS Á. COUREL
León

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Hace cincuenta años veía la luz un libro de viajes titulado Donde Las Hurdes se llaman Cabrera , escrito por Ramón Carnicer y editado por Seix Barral. Todas las cosas bien hechas desean salir a la luz, dice una premisa filosófica antigua y esta excelente narración sobre una comarca deprimida en lo económico, nos enseñó a sus miles de lectores que la pobreza también tiene otras caras. «No deseéis cuanto os pide el apetito, sino solamente lo que exige la necesidad de la naturaleza», decía san Isidoro.

La obra, aunque pudiera parecer la crónica de una catástrofe, es un sencillo y ameno elogio de la honradez. Para el hombre honrado no hay mal ni en la vida ni en la muerte, dijo Sócrates. Sin embargo, años después de su publicación, el progreso traerá el abandono de aquellos pueblos y el ocaso de un mundo austero, a veces cruel, pero prodigioso en valores individuales y sociales, muy alejados del vivir desgraciado y de las mentes atormentadas que pueblan las sociedades industrializadas. Ramón Carnicer dirá, sencillamente, que la tierra mostraba con el progreso «el trágico colorido de la impotencia humana».

Carnicer trató siempre de comunicar a los demás cuestiones que le parecían interesantes, procurando hacerlo sin amaneramientos ni exquisiteces, con claridad y sencillez. Sus obras son fiel testimonio de la época que le tocó vivir, sin falsedades ni adulteraciones. En eso coincidía con otros intelectuales del siglo XX, como Ramón J. Sender, que afirmaba que el único lujo en la vida era decir la verdad. Y suele ser el lujo más caro, añadía, «pero se va pagando a plazos y no me quejo». También Machado consideraba, frente a tanto impostor, que «la verdad es lo que es y sigue siendo verdad aunque se piense al revés.»

El hombre urbano sigue perdido aunque le protejan las murallas de la ciudad. Los que saben interpretar el alma de las muchedumbres —la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas—, confiesan que hemos perdido el equilibrio entre el hombre y la naturaleza; que nos hemos acostumbrado al movimiento, pero sin viajar a alguna parte. Somos, como decía Luis Martín Santos, mojamas tendidas al aire purísimo de la meseta, colgadas de un alambre oxidado, hasta que hagamos nuestro pequeño éxtasis silencioso.

Nada mejor para cerrar la quinta esquina que el recuerdo de Ramón Carnicer, para el que las letras nunca fueron «colorín, pingajo y hambre», que diría Max Estrella. Y como no hay razonamiento que sea gustoso por largo, me despido como lo haría Felicitas, la del Barreiro de La Chana (Borrenes), cuando la charla se había agotado: «nos vamos que esta gente querrá acostarse»... Había que hacer algo.

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