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JAIME LOBO ASENJO.
León

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En estos últimos tiempos se habla, se escribe y se dice que León es «la cuna del parlamentarismo» y las instituciones se vuelcan, y hacen bien, al intentar difundir a los cuatro vientos, el hecho de que la asamblea convocada por Alfonso IX en 1188, en nuestra ciudad, supuso el paso de la Curia Regia a las Cortes Generales, un paso decisivo y democrático que otorga a estas Cortes hispanas el privilegio de ser el primer parlamento europeo, veintisiete años antes de que se dictara la Carta Magna de Inglaterra.

De esta forma, el rey Alfonso IX se convierte en el precursor del órgano esencial de la democracia, pues convoca a las Cortes a los representantes de todas las ciudades para que «negocien las leyes y expongan sus quejas», con lo que la Corona deja de recibir su poder directamente de Dios, para recibirlo del pueblo soberano, representado por lo «omes» buenos para que acudan a las reuniones con el Rey quien además tiene que pedir a los procuradores el consentimiento en cuestiones como la guerra y la paz.

Nacía así el primer Parlamento de Europa, claro está con todas las salvedades y particularidades medievales, pero no cabe duda que aquellas Cortes de León, cambiaron el concepto de monarquía, que hace que el Rey lo sea de todos y sea la garantía y defensa de los oprimidos y el bastión de la legalidad y supone una de las más antiguas, por no decir la más antigua manifestación de la voluntad, de poner límites al poder del monarca medieval, si bien es cierto, que es en los Concilios Toledanos donde por primera vez encontramos una regulación del poder y una incipiente respuesta a la necesidad del consentimiento de la comunidad para el ejercicio del gobierno.

Puesto el retrovisor de la Historia, nos percatamos de que dos grandes transformaciones habían tenido lugar, la idea de nación como comunidad política compuesta por ciudadanos libres, dotados de unos derechos intocables por el poder y verdaderos titulares de la soberanía y la noción de la separación de poderes, que hacen de las Cortes la representación de la nación y le otorga en exclusiva el ejercicio del poder legislativo.

El poder necesita límites, no sólo establecidos en cartas y constituciones, sino continuamente actualizado y modificado por la propia nación, titular de la soberanía a través del Parlamento (ojo, señor Artus Mas) y gracias a la continuidad de estas ideas, la sociedad puede anteponer los derechos de los individuos a la actividad del poder.

Y no podemos terminar este modesto análisis, sin hacer una referencia al historiador español Rafael de Altamira, pionero en la consagración del paralelismo entre la Carta Magna inglesa de 1215 y los Decretos de las Cortes Leonesas de 1188.

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