Diario de León
Publicado por
Venancio Iglesias Martín.
León

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Hace unos días apareció en los medios la noticia de la muerte de Gelman. Me entraron ganas de entonar la canción de Bécaud: «Quand il est mort le poète». Allí se dice que todos sus amigos lo lloraron y que todo el mundo lo lloró. No soy un agua-lutos, pero no es verdad que el mundo entero llorara a Gelman como quiere Gilbert Becaud. Más aún. Creo que alguna madre se alegró.

En la Argentina, su patria, hay mucha gente que no lo lloró porque Juan Gelman tenía una zona oscura en su biografía de la que no ha querido hablar públicamente pero era conocida por muchos paisanos suyos, entre ellos mi amigo Juan José Santander otro gran poeta argentino. Me refiero a sus años de jefe de Montoneros. Hacerse jefe de guerrilleros era decidirse a matar. ¡Años oscuros entre el 73 y el 79! Y no habla de ello porque después del año 79 Juan Gelman se hundió en la poesía y aquella era la parte menos poética de su vida y la más trágica. ¿Lenitivo para un alma dolorida la poesía?

Los crímenes del grupo del que era jefe debieron marcar a fuego su alma sensible pero, como dice el filosofo argentino Óscar del Barco compañero de militancia de Gelman en el Partido Comunista de aquellos años, nada justifica el crimen: «Ningún justificativo nos vuelve inocentes. No hay ‘causas’ ni ‘ideales’ que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionadamente la muerte de un ser humano» (citado por el periodista Ceferino Renato de La Nación , cuyo artículo del día 16 recomiendo y que me sirve de apoyo). 

No matarás es imperativo categórico. En el atentado de la ciudad de Formosa, en la margen derecha del río Paraguay, a 1200 kilómetros de Baires, —dice el mismo periodista— fueron asesinados doce defensores de un cuartel, entre ellos, diez soldados conscriptos que así llaman los argentinos a esos soldaditos que salieron de sus aldeas convocados a filas en servicio militar obligatorio. ¡Diez chavales de veintiun años!

¿Cómo no agradecer a Gelman su palabra, su voz reclamando verdad y justicia? ¿Acaso un poeta puede manifestarse en otra dirección?

El gran pensador de la izquierda argentina, sin embargo, apostilla: «Es cierto. Pero, para comenzar, él mismo tiene que abandonar su postura de poetamártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros. Debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad». «Los otros mataban, pero los ‘nuestros’ también mataban. La verdad y la justicia deben ser para todos».

Ese filósofo en función acusadora, parecía pensar con acidez de estómago. J. Gelman perdió a su hijo y su nuera en agosto del 76, cuando ya hacía tres años que él militaba. La policía fue a buscar a Gelman a su casa pero «el pájaro había volado». La bestialidad policial se llevó a su hijo y nuera embarazada.

Durante 13 años de su vida Gelman estuvo —con qué angustia— buscando a su hijo Marcelo, que apareció, por fin, en un barril de cemento. Su nuera fue asesinada el Uruguay. Así se las gastaban los criminales del Estado.

Apareció más tarde también, su nieta en la plenitud de los 23 años. Al menos esa aparición fue un gran consuelo. ¿Fue también un mártir su desdichado hijo?

Según el filósofo, es horrible la muerte de un hijo pero era cierto que, cuando fue secuestrado y asesinado, «se preparaba para matar».

Yo no puedo pronunciarme. Ante sí propio la poesía no redime al poeta, seguro, porque Gelman es un verdadero poeta. La poesía puede ser una cruz, pero una cruz que no redime a nadie. Como mucho, dulcifica el concepto que poetas y lectores se hagan del hombre que escribe.

Pero el crimen es ese mal misterioso que tortura hasta la muerte al que lo comete y lo persigue más allá, en la memoria de las víctimas.

A mí, sólo me queda la perplejidad ante ese misterio que, en este caso, la poesía suaviza. ¿Cómo juzgar a este poeta? No es difícil: por sus poemas. ¿Pero el hombre? Sus lectores o desconocen u olvidarán como yo, la parte oscura de un alma torturada por el mal hecho y por el mal recibido.

Que su estrella, pues, su inspiración, sea enterrada en «el campo de trigo, donde nacen los acianos» los «bleuets», que dice el gran Becaud, porque así, cuando comamos el pan, puede que la parte hermosa de su alma siembre semilla en la nuestra, y la poesía alcance el color azul de la flor que buscaban todos los poetas de la Jena romántica.

Yo digo: descanse en paz nuestro galardonado y admirado poeta y no me importa si el malhumorado filósofo argentino apostilla mi deseo con un «si puede».

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