LA 5.ª ESQUINA
Murió Gelman, también Aurita
Murió Aurita en La Chana, el mismo día que el poeta Juan Gelman. Ambos personas sencillas, humildes, cumplidores a jornada completa con la honradez y la verdad. Murieron tranquilos en casa, tras despedirse de amigos y parientes. Ella dedicó su vida a trabajar con esmero en el campo y él a modelar conciencias, con precisión y belleza como obliga la norma al buen poeta. Aurita era de Ferradillo, aunque casó en La Chana con Pepe el «Chincho», pariente del que fuera primer alcalde republicano de Ponferrada, Francisco Puente Falagán. Y tuvo muchos hijos, todos varones. Él, escritor argentino, aunque su patria fueron los diminutivos. El corazón de Aurita, dirá Gelman, era puro violín. Siempre con ganas de hablar, siempre riendo, aunque también sabía ella de tristezas y amarguras, pegada a su destino como a una roca. Su vida, la contó el poeta sin que nadie lo supiera: «Esta salud de saber que estamos muy enfermos, esta dicha de andar tan infelices».
Aurita, reposa en el viejo cementerio que rodea por el norte la iglesia parroquial de La Chana, junto a mi abuela Felisa. Ya no tiene que limpiar, lavar, ni cuidar de su vida como el fuego. Ni encender el horno comunal para hacer pan, dulces y empanadas. Su amiga Amparo la echará de menos. Y en el pueblo, cada invierno, una chimenea menos sostiene el peso de la vida. Ramona, Fabián, Toña, Ismael…
A Juan Gelman, le dieron el Cervantes por su espléndida colección de versos sobre la lluvia ajena. A Aurita, el regalo de escuchar el canto de los pájaros, de sentir colores y olores en cada estación, todos los días de su vida. Podía contemplar, desde su ventana, las peñas de Ferradillo, recortándose contra el cielo allá en lo alto, que le permitían agarrarse a las alegrías de la infancia y al punzante recuerdo de las ausencias, cuyos afectos se añoran tanto cuando pasan los años.
Para Gelman la poesía era resistencia, frente a un mundo cada vez más cruel, más trágico, donde todos caminamos de un lado a otro como si supiéramos donde ir. Sin embargo, Aurita cumplía todos los días con los quehaceres más prodigiosos y nunca estuvo perdida, quizá porque entendió desde su alma cándida, aquellas palabras del Eclesiastés que invocaba desde el altar el cura de Borrenes, don Ventura: «quien añade sabiduría, añade dolor».
Ninguna palabra sonará igual tras el silencio de Gelman. Ni habrá otra sonrisa como la de Aurita en La Chana. Su proverbial ejemplo derrumba hoy la quinta esquina del solar de nuestras miserias, con aquel candoroso epitafio que escribió un día el poeta: aquí yace un pájaro, una flor, un violín. Hasta siempre y gracias... Había que hacer algo.