PANORAMA
Adiós, Rouco
Mi profundo respeto hacia las instituciones de la Iglesia católica me impide frivolizar lo más mínimo sobre el relevo inminente a la cabeza de la Conferencia Episcopal española. Antonio María Rouco Varela, el hombre que más tiempo ha permanecido —doce años en dos períodos— al frente de la Iglesia católica en España, se va, dejando paso a otra figura que acaso, se piensa generalmente, sintonice más con los nuevos tiempos marcados por la presencia del papa Francisco, una figura insólita, de enorme carisma, en el Vaticano.
Confieso mi gran simpatía por este Papa, que nos visitará el año próximo para dejarnos un testimonio de lo que acaso deben ser nuevas costumbres, nuevos postulados, en una España aconfesional que no laica, modernizada que no, pienso, acatólica. Rouco pertenece a otra era, como le ocurre a una parte del Episcopado español —a una parte—. Carece de sentido que posiciones clericales traten de influir sobre decisiones civiles, y ese ha sido el principal error del ministro Gallardón con «su» reforma sobre el aborto, una reforma que sospecho que jamás va a ver la luz. Pienso que no ha sido el Episcopado quien ha presionado al actual Gobierno —al que poco se le puede acusar, me parece, de excesivamente pío, si se exceptúa un solo caso ministerial— a favor de esta reforma, usada más bien como distracción de otros problemas, aunque el cálculo del titular de Justicia en este sentido fallase.
Pienso que Rouco ha hecho, con todo, una buena labor en pro de una ortodoxia que no es exactamente la misma que predica Francisco, un hombre abierto, sencillo, creo que bondadoso y, sobre todo, nada dogmático: él quiere abrazar a todos, se consideren pecadores o santos, y tengo la impresión de que la parábola de la oveja descarriada es de las que más deben gustarle de los Evangelios.
Nunca simpaticé, lo confieso, con Rouco, ni creo que eso a él, procedente de mí, más bien una de esas ovejas descarriadas, le importase demasiado. Alguna vez, pocas, me lo encontré en misión profesional; nunca hubo empatía, ni se buscaba, y lo mismo me cabe decir de su «mano derecha», monseñor González Camino. Reconozco, empero, la honradez y el rigor, acaso demasiado rigor, con los que Antonio María Rouco ha llevado los asuntos de la Iglesia española a lo largo de tres papados muy distintos, que ya es decir. Ahora toca redefinir, con mucho cuidado, las relaciones Iglesia-Estado. Porque, lo siento por Azaña, España no ha dejado de ser católica. Sí, me parece, rouquiana. Y es mucho más franciscana que cualquier otra cosa.