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Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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La infancia vive, recuerda incluso, aunque difícilmente interpreta. En letras, cantos y músicas de la tradición oral subyace indudablemente la intención del creador, anónimo o colectivo, aunque siempre prime lo lúdico, la frescura del momento. Así entendía yo, aunque sin entender nada, claro, aquel canto que tantas veces repetía, junto a los inolvidables rostros de mi infancia, mientras la tierra olía a origen, a sustancia primera, a gratitud: «Que llueva, que llueva / la Virgen de la Cueva, / los pajaritos cantan,/ las nubes se levantan, / que sí, que no,/ que caiga un chaparrón/ con azúcar y turrón». En el lento tránsito, compartido entonces, de la agricultura a la minería, la lluvia benéfica de la fertilidad, posiblemente lo más cercano a la dulzura, era referencia inevitable de cualquier niño.

El agua me ha resultado siempre un símbolo de libertad. El agua de la lluvia sobre todo, espontánea, inevitable, tantas veces deseada como disfrutada y compartida con la inocencia de los años y el aroma intenso del olor a tierra, dos de los principios esenciales de cualquier cosmogonía infantil, que, como los viejos ermitaños de las crónicas, «comían raíces y bebían agua de lluvia». Hasta los confines de lo sagrado se acerca, sin embargo, la elucubración desoladora que pretende expropiar, aniquilar lo poco que es propiedad de la condición humana. Como el agua de la lluvia.

No sé si contarlo como un cuento o como una crónica, aunque tantas veces se dan la mano. ¿No es verdad que la realidad supera con frecuencia la ficción? Lo cierto es que una empresa norteamericana intentó privatizar el agua de la lluvia en Bolivia, lo que dio origen a «la guerra del agua», especialmente en Cochabamba, aunque está muy claro que Cochabamba somos todos. La eufonía del nombre da razones para una buena canción. Tuvieron que desistir del atropello. Lo que no se cuenta es el método que pretendían emplear para la consecución de tal fin, espacio que deja lugar a la imaginación y el humor que endulce un poco las aristas de la tristeza. ¿Pretendían los susodichos emplear unos grandes, enormes embudos cuya boca no permitiese el derramamiento de una sola gota sobre la sed del común de los mortales? ¿O emplearían gigantes cazanubes —imagínense, por similitud, los caza-mariposas— para arrastrarlas hasta los depósitos secretos del agua que se convertirá en negocio?

En el primero de los casos, hurtarían, además, la luz natural. De la artificial, qué les voy a contar. Menuda broma. En ambos, subyace la idea de vender, de seguir vendiendo lo que es necesario para la vida. Nuestro panorama tiene espectáculos diarios en esta dirección. Noticias. ¿Ficción o realidad? Decidan. Personalmente pienso, como George Orwell, que «en tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario». Así que dale a tu cuerpo alegría…

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