Diario de León
León

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Vamos con dos colegas. González-Ruano, fallecido en 1965, el más leído y mejor pagado columnista durante los cuarenta y los cincuenta, es el protagonista de un libro en el que se indagada sobre sus años en el París ocupado. No trabajaba entonces para ningún medio, pero cuando los nazis le detienen para interrogarlo llevaba encima 12.000 dólares, un pasaporte falso sin nombre y un brillante de doce quilates. Extraño, sin duda. Vivía en un buen hotel y tenía alquiladas cuatro casas. Demasiado para un periodista que no manda columnas (entonces se llamaban crónicas o artículos). ¿Estafaba a los judíos haciéndoles creer que les ayudaría a pasar la frontera, con la única intención de quedarse con sus propiedades? Una monstruosidad que «El marqués y la esvástica» no logra probar del todo, pero que queda ahí flotando, dado que el propio periodista permite dejarlo entrever, con cínica ambigüedad, en sus memorias. ¿Los monstruos pueden escribir muy bien? Sí, sobre todo con genialidad formal y sin calado humano. Orfebrería.

En 1959 lo trajo Umbral a León, a un coloquio en el Círculo Medina con Manuel Alcántara y Salvador Jiménez. De él sacó el autor de Las palabras de la tribu que la columna es el soneto del periodismo. Llamo a un amigo que conoció a González-Ruano «¿Tú crees que estafaba a los judíos?». Contesta: «Sí, pero no se le puede reducir sólo a lo malo. Era más». Otro amigo suyo, el crítico leonés Dámaso Santos también barruntaba una crueldad con más. Llevo semanas entre la admiración por su pluma y la náusea por aquello que quizá hizo, aunque sólo fuera la mitad de la mitad.

Y el libro de una viva. Según Pilar Urbano, el Rey diseñó un golpe que luego paró. Está siendo muy denostado, con indignación. Hace años dio una conferencia en León. Llegó con retraso, demasiado. Quien la acompañaba me contó que hacía oídos sordos a sus ruegos de puntualidad. Indiferente retrasó la salida del hotel y luego fue deteniéndose en la calle, con calculada frialdad. Una vez ante su público se disculpó contando que había quedado encerrada en la habitación. No fue una mentira piadosa, sino soberbia del ego. Pero se acaba la columna, dejemos que los muertos entierren a los muertos. Y a vivales.

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