Diario de León
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León

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Felipe González, que dejó de ser presidente del Gobierno en 1996, a los 54 años, fue quien acuñó el símil entre los expresidentes y los jarrones chinos, difíciles ambos de acomodar en todos los ambientes. Sin embargo, su jubilación ha discurrido cargada de una asombrosa plenitud.

Su vida pública, siempre a disposición de su partido, ha sido modélica por su discreción y por su escasa voluntad de influir en los designios marcados por sus sucesores. Y aunque no le han faltado críticas por sus ocupaciones privadas, que le han proporcionado un buen pasar, es evidente que hay poco que reprocharle en sentido alguno, y sí en cambio que reconocerle la ingente labor modernizadora de este país en los catorce años en que ostentó la presidencia. Y éste no es un balance testamentario ni mucho menos una reseña necrológica —Felipe sobrelleva una saludable madurez que le augura sin duda una todavía larga vida— sino una reflexión que debería servir para promover cambios sustanciales en los protocolos.

El tema es tétrico pero sin duda el aludido lo sobrellevará con sentido del humor: la cuestión estriba en qué pasará cuando, dentro de muchos años, haya que tributar a Felipe González los honores necrológicos. ¿Habrá que aplicar el ritual que ya se ha ensayado con Leopoldo Calvo Sotelo y con Adolfo Suárez? ¿Oficiará el funeral de Estado el cardenal Rouco Varela de turno? ¿Será la Iglesia católica la que redacte y pronuncie el mensaje fúnebre que deba pasar a la posteridad? ¿Deberá la familia socialista europea y mundial asistir a los ritos confesionales correspondientes? Felipe González ha sido un personaje laico, que ha realizado un esfuerzo trascendente por sacar a este país de la periferia de la globalización, por situar la racionalidad y la inteligencia al frente del Estado y por la superación definitiva de los estereotipos de la España negra y lúgubre que nos persiguen desde la Edad Media. No se merecería, pues, que sus exequias estuvieran marcadas por una rancia tradición que desdice de la modernidad de que alardeamos. El funeral de Estado de nuestros próceres debe ser civil, y oficiado por personas adornadas con la pátina intelectual y democrática. Y ello con independencia de que, en el plano familiar y privado, se celebren los ritos religiosos que proceda, de acuerdo con la voluntad del extinto y de sus descendientes.

No hay prisa porque no está en puertas del otro barrio ningún expresidente, pero convendría prevenir esta situación mencionada, quizá mediante una norma que fije el protocolo por amplio consenso parlamentario. Y ya puestos, puede que valiera la pena revisar toda la instalación de las distintas iglesias en este país, a la luz de la Constitución y con el ánimo de superar los acuerdos con la Santa Sede de 1978, que son un verdadero anacronismo.

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