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Publicado por
antonio manilla
León

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Las barras de los bares no son escuelas de dialéctica sino laboratorios populares de ideas que pueden ir de lo genial a lo errabundo, sin solución de continuidad, en apenas dos tragos. Mesas de debate callejero donde tomarle el pulso a la actualidad, que diría el viejo periodista, o el latido al lenguaje más vivo por parte del filólogo o el novelista. Costumbrismo en estado puro al alcance del observador curioso.

Tomar una red social o un foro de internet por la barra de un bar es inadmisible por una cuestión moral: no se está al alcance de ese correctivo bienhechor que es un contundente sopapo o, al menos, su posibilidad. Soltar barbaridades sin desbastar en un lugar público pero limitado, como una taberna, tiene sus peligros y quien lo probó lo sabe. A veces el eco de un comentario inoportuno viene cargado de dedos. En el espacio público de la red, virtual e ilimitado, abierto y evanescente, en este sentido, hay barra libre. Constatar esta evidencia, que la red está sin red, no me parece a mí que sea un cuestionamiento del sagrado principio de la libertad de expresión. Es intocable. Además, no creo que haya que penalizar legalmente la idiotez y, en este caso, la respuesta de la sociedad civil me ha parecido ejemplar y suficiente: esa picota incruenta de la exposición pública de los nombres reales y caras de los interfectos en los medios, que les ofrece ocasión de admitir su error al tiempo que los exhibe ante sus vecinos. No hay mejor cuña que la de la propia madera.

Gente que habla bien del mal, siempre la ha habido dentro del género humano. Partidarios de la violencia y la sangre, generalmente se refugian en ideologías truculentas, en la ficción o se conforman con tatuarse símbolos demoníacos. No saltan el trecho que hay del dicho al hecho. Allá cada cual con sus neuras, mientras no generen sufrimiento en otros. Ese es, pienso, el límite: mi libertad de expresión termina donde empieza el dolor de los demás. El problema es que la empatía, el ponerse en el lugar de quien está enfrente, requiere para su desarrollo del don más escaso del mundo: la inteligencia. Lo verdaderamente nuevo es que ahora hay gente que habla mal del bien, aunque solo sea porque hay otros que, desde la ribera opuesta, enaltecen como ideas lo que no son más que inmundas barbaridades.