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Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

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Ahora mismo, cuando el país está manga por hombro debido a esa crisis consolidada como un auténtico golpe de Estado que distribuye la riqueza hacia arriba, hay que volver la vista hacia las tiendecitas de sabor añejo que garantizan su buen hacer gracias a los años de profesión. Me refiero al tipo de comercios que han logrado sobrevivir a los avatares de la economía y de las modas, inmunes a los cantos de sirena del victimismo a ultranza que es una industria de lo más boyante, pues cuenta con un número inagotable de adeptos. La sintonía de la vida normal en los barrios de nuestra capital pasa necesariamente por esas tiendas de toda la vida, auténticos baratillos populares que han vencido los embates del tiempo gracias a sus precios cristianos y el diamante en bruto de la sonrisa como mecanismo idóneo para atender al público.

Es el caso de la Frutería Nacional o Casa Gelín, por hablar de mi barrio, que acaba de cumplir veinte años de existencia, consagrada como una universidad de la fruta y la verdura. En los tiempos que corren dicha onomástica es casi un milagro, pues debe luchar con los templos del consumo que son las grandes superficies y también contra las penurias de muchas gentes acostumbradas a vivir con cuatro cuartos y mil picardías. Siguiendo las costumbres heredadas de sus ancestros, Gelín ha logrado consolidar un negocio especializado en tentaciones y caprichos de primera boca, expuestos en mostradores que rebosan de color y vida. En esta coyuntura resulta muy romántico echar la vista atrás, cuando abrió sus puertas en la calle Colón una tiendecita de ultramarinos que iría creciendo con los años. Ajeno a la desidia, perverso sacramento del diablo, supo atraerse a un espeso caldo humano que, a día de hoy, está compuesto por etnias de muy distinta procedencia. Felicidades, pues, por tan redonda celebración.

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