Diario de León

TRIBUNA

Herminia no estuvo allí

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León

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La entronización de Felipe VI ha tenido como colofón un besamanos multitudinario en el Palacio Real con representación de todos los estamentos, mundos y mundillos de la sociedad española. ¿Todos? Todos, no. Herminia no estuvo allí. ¿Y quién es Herminia? Simplemente una ciudadana que ha rebasado los noventa años de edad y no está tocada, como tantos y tantos de sus compatriotas, por la varita del glamour, éxito o la fama, sino como prototipo representativo del trabajo y sacrificio anónimo de todos los días..

El papel de héroe parece reservado a individuos ilustres, como personajes protagonistas de alguna acción heroica, o destacados por sus hazañas o virtudes. No entran en la épica social los villanos que han desgastado su vida en el andamio de todos los días, las galerías de todas las noches, las aguas de todos los mares, el destripar de todos los terrones.

Tampoco aquellos que abandonaron su país para poder comer, alimentándolo luego con sus ahorros para elevarlo al rango de país desarrollado. Herminia fue uno de ellos…, pero no estuvo allí.

Formó parte de la diáspora económica de cientos de miles de españoles que abandonaron su país a mediados del siglo pasado. Huérfana de padre y madre, Herminia dejaba un país vacío de tolerancia, pero lleno de miedos, de hambre y de miseria, sin recobrar todavía el nivel de vida de treinta años antes.

Ni el Estado, mantenedor y garante de derechos y obligaciones, ni allegados con posibles o con aprietos le daban ya cobijo para subsistir decentemente. En tierra gala, a la que llegó con lo puesto, trabajó con ahínco durante cincuenta años de doméstica en mansiones de familias acomodadas. Como la mayoría de sus compatriotas, vivió de forma sencilla, casi monacal.

Consiguió reunir un dinero que transfería a España, invertido en depósitos bancarios (afortunadamente no habían nacido todavía las estafas preferentes o subordinadas) y en la compra de un par de pisos que le dieron, además de disgustos por alquiler, buenos rendimientos cuando los vendió. Y ayudó económicamente a su familia cuando y cuanto se lo demandó. Regresó definitivamente a España avanzada la década de los 90. Adquirió una vivienda en su lugar de nacimiento, donde se sintió mucho más feliz que en el tabuco parisino. Cumple estrictamente sus deberes fiscales, incluido impuesto sobre el Patrimonio hasta que fue suprimido por Zapatero. Y vive sin agobios, gracias a los intereses del pequeño capital acumulado, la pensión de la Seguridad Social Francesa y la ayuda de sus familiares.

Estamos, pues, ante uno de esos héroes anónimos y humildes, más conocidos como villanos en su acepción de «individuo del estado llano», a contrapelo del famoso o del vividor, parásito o inútil de relumbrón, antes muerto que sencillo. Pero Herminia no estuvo allí, pese a contribuir en su parte decimal al florecimiento de la economía española.

Ahora desflorada por una gran crisis, gracias, dicen, a especuladores de mercado, incontinencia codiciosa de gestores financieros y políticos corruptos o ineficaces, que han desnivelado los vasos comunicantes de la economía. Sin embargo, Herminia no estuvo allí. La Agencia Tributaria, Ayuntamiento, Diputación, Comunidad autónoma, notarios y registradores de la propiedad, empresas constructoras con todas las industrias y oficios afines o subsidiarios, etc.; esto es, de algún modo, todas las administraciones y los sectores productivos de la economía española se han beneficiado de su trabajo, ahorro y sacrificio. Pero Herminia no estuvo allí. ¿Qué recompensa obtiene del Estado español? Dejando fuera de juego la prestación sanitaria —que recibe como cualquiera de los sin papeles o no contribuyentes—, nada, absolutamente nada.

Por estar soltera y no tener descendencia, recibe ayuda de hermanos y sobrinos. Como, al contrario de otras autonomías, la Junta de Castilla y León tiene vigente un Impuesto de Sucesiones y Donaciones, los parientes a partir del primer grado: hermanos, sobrinos o primos, hayan o no cumplido el papel de padre o hijo, tendrán la obligación de apoquinar cuando a Herminia, no tardando mucho, le llegue la hora final. Y como las aportaciones tributarias de Herminia a lo largo de su dilatada vida no habrán sido suficientes para la voracidad tributaria contra la clase trabajadora, hete aquí que la «Hacienda somos todos» hará caja con buena parte del «botín».

En conclusión, he aquí el caso de Herminia, un paradigma de «justicia distributiva» en un país habitado por millones de héroes anónimos, súbditos desde ya de Su Majestad constitucional Felipe VI. Muchos, pues, frente a unos pocos que cobran opacos sobresueldos a través de laberintos sólo descubiertos merced a delaciones y zafacocas entre ellos. Unos pocos que son como piojos de la sangre que han creado muchos. La misma ralea de indeseables que se ha autorregulado con cargos inútiles, consejerías, asesorías, asistencias a plenos, sesiones, comisiones, dietas, gastos de representación, blindajes, etc., al margen del pueblo que debería disponerlo soberanamente, como sería preceptivo en una democracia menos jijas que la española. Porque del pueblo, al que se halaga y se le abre una «expectativa gloriosa» con el nuevo monarca (aunque, sólo le quepa reinar, no gobernar), son depredadores en perdurable veda. Pocos, pero con mucho dinero extraído de fuentes públicas enmascarados en milagrosos golpes de fortuna. Pelotoneros de compraventa o jugueteo en Bolsa, para depositar las ganancias en Suiza o en paraísos fiscales, porque es tanta que no cabe dentro de su propio país. Una casta reacia a otro orden social verdaderamente equitativo de a cada uno según su trabajo y posibilidades. Como los muchos no están nunca para brindis, sino para condolencias, Herminia, era de esperar, y de injusticia, no estuvo allí.

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