Diario de León

MARINERO DE RÍO

Cuidao, que cortas el hule

Publicado por
emilio gancedo
León

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Hubo una vez un tiempo en el que los días se llamaban orilla de río y galopadas a lomos de la California BH. Un tiempo inundado de sol y hojas de chopo, con recogida de moras y furtivas ascensiones al campanario, tres meses al año que hacían paréntesis con todo lo demás: a partir del primero de julio uno ya sólo pensaba en que lo llevaran al pueblo para dedicarse a conciencia a la inigualable tarea de pasar el verano asilvestrado y feliz.

Te levantabas y el día se abría como un enorme melón dulce, anunciando la mañana las vacas que pasaban por la calle y el paisano cantarín que las conducía al prao, o aquel otro que iba a segar montado en su Bertolini traqueteante, formidable montura, aunque por entonces convivían en buena vecindad los tractores Lanz y Barreiros con los percherones que tiraban de remolques, y los burros y machos, y la pareja de vacas uñidas por algún vecino más tranquilote o apegado a los usos del pasado. Desayunabas escuchando al agüelo cartero lances de caza o guerra –no había película comparable con aquellos argumentos- y te lanzabas a la calle en salvaje pantalón corto, dispuesto a liarla. Subías y bajabas cuestas sin cansarte jamás, trepabas a los árboles, robabas fruta, espiabas a las asturianas, pedaleabas hasta otro pueblo como quien descubre una isla del Pacífico; luego comías, te negabas a dormir la siesta (¡había tanto que hacer!) y enfilabas una tarde llena de promesas que lo mismo podía incluir temibles descensos fluviales que ver nacer un jato o que ayudar a tu agüela a matar un pollo. O sea, la vida esperando que le quitases el celofán. Luego venían noches interminables ensayando filosofías, todos de cara a las estrellas, mientras el agua del caño no se cansaba de gorgotear. Y marchabas para casa con la banda sonora de las ordeñadoras Alfa-Laval.

Díganme qué campamento de verano o programa de intercambio puede compararse con aquello. Lleven a sus guajes a los pueblos, cóime, aunque éstos se hayan convertido en urbanizaciones sin boñigas.

Y que paladeen esa sensación única de que lo único malo que puede pasarles es que corten el hule

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