Diario de León
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Leonés, o ejerciente como tal, al que nadie, a pesar de su origen burgalés, pudo poner en duda esa su condición interiorizada. Su actividad como escritor, y más aún la de poeta, ha sido estudiada descrita y recordada en esta ocasión del quinto aniversario de su muerte en un emotivo Filandón de este medio. rticulista, crítico y charlista, dejó en los medios leoneses lo mejor de su ingenio. Y sobre este más sencillo cometido social suyo, es sobre el que me voy a permitir unos apuntes. No voy a intentar dar a conocer nada que no se sepa, simplemente recordar, para una puesta en común, refrescando la memoria de los que le conocimos, aunque simplemente fuera de vista: Y si de paso avivo el interés de aquellos que no coincidieron en «su» tiempo, mejor que mejor.

Cien años dan para mucho si el impulso de vivir se toma como el mejor carburante para el motor del intelecto. Y nuestro recordado Maestro, supo ser y estar, no sin sacrificio, con tiempo para tragarse anhelos juveniles; siempre a punto de decir, o anunciar que iba a contar lo que todos y cada uno deseábamos escuchar, algo que nunca llegó en directo, si acaso entre líneas, y mucho menos en la medida y enfoque que deseábamos. Aludo naturalmente a temas políticos vividos o de aquellos momentos dictatoriales.

A propósito del bien empleado calificativo de maestro, no puedo menos que recordar su mirada inquisitiva, de ojos agrandados por las lentes de sus gafas, cierto día, uno más de los que nos encontramos en la oficina del Diario de León en la plaza de la Inmaculada. Allí entregaba yo mis espaciados artículos de opinión, y Crémer, supongo que con asiduidad casi cotidiana, llevaba sus colaboraciones para secciones propias, tal como Crémer contra Crémer, que siempre leí con fruición. Era un día otoñal, lo recuerdo porque cambiamos unas frases a propósito del frío ambiental. Entró en la oficina comercial del Diario, con la decisión de quien se siente en su casa, portaba un sobre amarillo en la mano, algo que ya le había visto en otras ocasiones. A sus ¡buenos días!, lanzado en voz alta; yo, que cumplido mi trámite ya me retiraba, contesté con un «buenos días maestro»; y fue justo en ese momento cuando clavó en mí su mirada, puede que no sorprendida, sí un punto interrogativa, aun cuando no dijo nada al respecto.

«Seguro que el sol calentará a mediodía», solté, evitando un vacío. «No sé, no sé…», apuntó Crémer, en tanto yo abría la puerta para salir. Al condicional que añadí: «Hasta otro momento», él, ya cerca del mostrador, cumplimentó con un carraspeante ¡Adiós! Así quedó cerrado para él un intrascendente encuentro, una anécdota curiosa para mí, que hoy he tratado de agrandar. Cómo no recordar su voz en la irónica lectura de la crónica que sostenía su Carta a mi tía Federica . Eran los pelotoneros, como llamaba a los futbolistas de la Cultural, casi siempre perdedores, su mejor fuente para ellas. Y los «resbaladeros» de San Isidro, como calificaba a la estación de esquí que empezaba a tomar auge con el apoyo de la Diputación Provincial, no le quedaban a la zaga. Y lo hacía con el estilo repetitivo de quien cuenta las cosas a la pata la llana para que le entendiera «una supuesta tía suya llamada Federica», allá en el apartado pueblo, buscando el regocijo de los radioyentes. Pero siempre aportando un juicio crítico.

Vivió y murió entre nosotros, los leoneses. Y aquí, para finalizar, tomo una frase de su libro de 1970, que leí pensando que León estaría reflejado en Historias de Chu-Ma-Chuco . En la entrada, a modo de prólogo, dice «…todo sucedió ante mí y conmigo… no me esfuerzo en dibujar personajes a mi gusto». Y, trasladándolo como concepto, puede que no le faltara razón cuando nos colocaba a los leoneses, sus paisanos como gustaba decir, sumidos en un peligroso entremetimiento, silente e inexpresivo. Gracias, maestro.

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