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Publicado por
MIGUEL Á. VARELA
León

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Ciudad Rodrigo es frontera y a uno las rayas de la geografía política le generan una curiosidad inexplicable. Aquí no sabemos si estamos en un trozo portugués confundido en el sur del viejo reino de León o esto es un islote pétreo de Salamanca enclavado en la cajita cuadrada de la república lusitana. Son dudas que a uno le asaltan al acercarse a una frontera.

La estructura amurallada de Ciudad Rodrigo es similar a la de otros pueblos que se vigilan mutuamente por toda la línea, recordando que alguna vez hicieron falta más que palabras para conservar el territorio o para mantener vaya usted a saber qué coronas o qué intereses.

Pero esta semana son precisamente palabras lo que más abunda aquí. Palabras que cuentan historias, que rastrean la emoción, que provocan la risa o bucean en esa necesidad que tiene el humano de verse reflejado en el espejo de la escena. Es la Feria de Teatro de Castilla y León, que desde hace 17 años transforma el final de agosto de este pueblo en una hermosa, febril y agotadora plataforma en la que se picotea entre las servidumbres del mercado, la especulación teórica y el gozoso disfrute del acontecimiento festivo.

Hacia tiempo que no bajaba a esta cita fronteriza, y ha venido uno estos días a predicar un poco sobre el oficio y a disfrutar de una explosión de creatividad que emociona hasta las lágrimas en medio del páramo en el que las covachuelas del poder han decido exiliar a las artes, a la cultura, a la dignidad del que nos hace preguntas con la cara pintada, subido al viejo tablado de la farsa.

En lugares como éste, en momentos como éste, se reafirma uno en la seguridad de que con el teatro no hay quien acabe. No hay «ivas», decretos ni desprecios que puedan con ese anciano achacoso capaz de rejuvenecer todos los días, capaz de plagiarse a sí mismo para hacerlo otra vez, para hacerlo mejor, capaz de convocar los fantasmas que duermen en los papeles y tomar café con ellos con la tranquilidad de los que tienen la conciencia limpia.

Aquí, aunque no se lo crean, las señoras que barren su casa al fresco de la mañana, le preguntan a la vecina si vio la de ayer o si tiene entrada para la de esta noche y, cuando entrega la correspondencia, el cartero comenta detalles de ese Edipo que hicieron el miércoles los de Chapitó, tres actores de Lisboa que no usan más recursos que los que su entrenado cuerpo les ha dado. Y lo hace con la misma pasión con la que se discute el lunes en la oficina el partido del domingo.

«Hacer teatro es como construir un muñeco de nieve: te quema las manos y luego se deshace», decía Peter O’Toole. En el calor de agosto, en este lugar que fue frontera, hay un pueblo que estos días construye al sol bellísimos muñecos de nieve.

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